BAJO UNA SUAVE LLOVIZNA

  • Raúl Sendic |

«Es Raúl Sendic», grita desesperado el oficial de policía. Parece que nadie lo escucha y comienza a exasperarse cada vez más. El líder de los tupamaros está en el piso frente a ellos, sobre un gran charco de sangre y con el maxilar destrozado por una bala. «Es Raúl Sendic», insiste atónito casi sin creer lo que ve. A pocos metros, otro oficial pisa la cabeza de Jorge Ramada mientras Xenia Itté escucha todo de espaldas, manos contra la pared. Es el 1º de septiembre de 1972, y las luces de la madrugada aún no cubren las calles aledañas a la rambla portuaria. Las sirenas y los focos de los autos iluminan la escena. Raúl vomita su propia sangre y el inspector Campos Hermida se acerca a observar. «Hay que rematarlo, es Sendic», repite el oficial ya sin saber a quién. El inspector dice que se lo llevará detenido, pero eso no pasará. En ese momento, una ambulancia se abre camino y el guerrillero es subido en camilla. Campos Hermida piensa cómo se pudo perder una oportunidad así.

Raúl ya había dicho que no se entregaría vivo. Pese a que sus compañeros más cercanos le habían pedido una y otra vez que se marchara de Uruguay, no hubo forma de convencerlo. Ningún argumento era válido. Sabía bien que, cada vez que el poder tuvo en sus manos a uno de los suyos, las promesas y palabras repetidas, decoradas de honra y ética, de poco valían. La historia le servía de argumento: desde Sandino hasta Zapata, las traiciones siempre estuvieron vigentes. Por eso, aquella mañana, no confió cuando le dijeron que saliera con las manos sobre la nunca. Mucho menos, cuando le aseguraron que todo estaría bien.

Xenia Itté, su compañera, no tenía el mejor de los presentimientos. Esa noche se fueron a dormir junto a sus armas, como lo hacían siempre. En otra habitación se encontraba Ramada, un compañero. Pasada la medianoche, alguien golpeó la puerta. La idea de que pudiera ser un borracho duró poco y, tras corroborar que era la policía, Sendic susurró entre señas que nadie prendiera la luz. «Salgan, que están rodeados», fue la orden oficial. Sin saber qué hacer, Xenia observó a Raúl. «Agarren los fierros -dijo rompiendo el silencio-, vamos a pelear». Los disparos se siguieron unos a otros durante largos minutos. Recién cuando las balas comenzaron a faltar, Sendic decidió que Xenia y Ramada debían salir. Sabía bien que era a él a quien querían.

Tras negociar la salida, Ramada sale con las manos en alto. Segundos después, Xenia lo sigue detrás. Luego, la mirada de todos los oficiales se detuvo en la puerta. Pero pasa el tiempo y no hay señales de Sendic. Entre el silencio de la mañana se escucha desde dentro su voz casi burlona que dice: «Todavía me quedan unos tiritos más». Xenia piensa que quiere que lo maten, que no se dejará agarrar con vida. Pero Sendic no moriría esa mañana, todavía tendría muchos años más por delante. De golpe, bajo una suave llovizna, comienza a disparar.