LA MADRE QUE SE NEGÓ A OLVIDAR

  • Azucena Villaflor |

Azucena recorría calle por calle, dirección por dirección, y las puertas parecían cerrársele delante de la cara. Hospitales, comisarías, morgues, regimientos militares: nadie ofrecía respuestas. Nadie decía nada. Tal como le habían recomendado, se presentó en el Ministerio del Interior e incluso intentó contactar a un vicario de los militares. Nunca recibió dato alguno. Todo era silencio, y la única palabra que lograba obtener era que ellos no tenían idea de qué pudo hacer Néstor, su hijo, para desaparecer. Que esperara, que en algún lado debía de estar. Los habeas corpus se los llevaba el viento y era imposible que alguien diera algún dato preciso.

Con el paso de los días, Azucena comenzó a cruzarse con rostros que ya le eran conocidos. Con miradas que había visto antes y se iban repitiendo. A los lugares que ella iba, también acudían otras madres. Mujeres que, entre silencios, gritos o llantos, hacían una y otra vez la misma pregunta. Una búsqueda que ya no era solo de una ni de otras, era de todas. El día que se percató de esto, sin saberlo, empezó a escribir una de las más grandes páginas de la dignidad y solidaridad de la historia argentina. Como diría su hija Cecilia, Azucena era una «mujer de armas tomar que no se iba a quedar quieta”. Lo que hizo por Néstor “lo hubiese hecho por otro».

El 30 de abril de 1977, se reunieron por primera vez en la Plaza de Mayo. Frente a ellas, los represores observaban. Serían tildadas como un par de simples locas que giraban por la plaza, nada importante para la omnipotencia militar. Sin embargo, cuando el eco de sus rondas creció y otras madres se acercaron buscando un lugar, esas inofensivas mujeres pasaron a ser motivo de atención para los dictadores. Azucena, por su parte, ya era una persona demasiado peligrosa y molesta. El 8 de diciembre, Alfredo Astiz, luego de pasar un tiempo infiltrado fingiendo ser hermano de un desaparecido, dio la orden de secuestrarla. Mientras tanto, Azucena terminaba de preparar, junto a Nora Cortiñas y otras madres, una lista con nombres que habían ido recopilando de personas desaparecidas. A la mañana siguiente, desafiando al destino, se presentaron en la puerta de un diario para publicar la solicitada.

El 9 de diciembre el anuncio salió y, esa misma noche, un grupo armado la secuestró en la esquina de su casa. Los medios, aquel día, no informaron una palabra. Según testimonios, fue llevada a la ESMA y luego sería víctima de los vuelos de la muerte. Su cuerpo aparecería en la costa de Buenos Aires, un mes después de su secuestro, para ser vuelto a desaparecer. Documentos desclasificados confirmarían que los Estados Unidos sabían desde 1978 lo que había ocurrido y dónde estaban los cuerpos. Pero no lo informaron hasta el 2002. Hoy, Azucena descansa al pie de la Pirámide de Mayo, en el centro de la plaza. Allí, justamente, donde en los tiempos más difíciles hizo historia y comenzó una lucha que aún hoy perdura.