
- Errico Malatesta |
“Es la historia la que avanza”, escribía allá por agosto de 1892 Errico Malatesta. Sabía que era inútil tomarse el tiempo para quejarse de los caminos que escoge, “ya que estas rutas han sido demarcadas por toda la evolución previa”. Sin embargo, aun así, entendía imprescindible comprender que “la historia la hacen las personas”. Por eso, sostenía la necesidad de manifestarse para influir en el desarrollo de los eventos, orientándolos hacia causas justas y evitando dejar el destino en manos de quienes dicen gobernar. Al fin y al cabo, un pueblo despierto no puede nunca ser espectador indiferente y pasivo “de la tragedia histórica”.
Nacido el 14 de diciembre de 1853, revolucionario del anarquismo moderno, Malatesta creía firmemente en las luchas populares y en la solidaridad de clase por encima de cualquier división ideológica o de partidos. Afirmaba que estas cuestiones debían quedar en segundo plano, primando la práctica asociativa de la acción directa, la organización, la administración propia y la unión del pueblo humillado en pos de construir un futuro más justo. Convencido de que no existe una sola verdad o dogma universal que sirva de base para cualquier realidad, planteaba que en cada caso deben aplicarse las fórmulas que la situación exija o que los habitantes consideren.
Malatesta se rehusaba a profesar que algún método específico -sean huelgas, acción directa, organizaciones sindicales o lucha armada- fuera adecuado para todas las situaciones, y mucho menos si no existía un germen revolucionario en el pueblo. Contrariamente, temía que se generara el proceso inverso, estimulando el egoísmo y los privilegios entre los movimientos. Para erradicar la explotación y la opresión -aseveraba-, es necesario fomentar el principio de solidaridad, la cual “puede solo ser resultado del libre acuerdo, la espontánea e intencional armonización de intereses”.
Perseguido, exiliado o encarcelado, Malatesta continuó recorriendo el mundo con sus ideas sabiendo que, solo siendo parte de las masas, donde fuera que estuviera, podría ser partícipe de un cambio real. Aun aspirando a la libertad y el bien común, creía que es legítima la violencia como mecanismo de defensa para todo sector que fuera oprimido con el aval del sistema. Siempre recordando que “el odio no produce el amor y con el odio no se renueva el mundo” y que, incluso bajo la bandera anarquista, podría instalarse una nueva opresión que “no sería una opresión menor ni dejaría de producir los efectos que produce toda opresión”. La violencia, siempre que sea empleada para liberarse y no para someter, “es necesaria en una sociedad montada sobre la violencia. Pero, si no hay una idea superior de solidaridad humana, la rebelión es estéril: la violencia es origen de opresión”.