- El secuestro del funcionario estadounidense Tom Martin por el pueblo boliviano |
Diez millones de dólares. Una cifra inmensa para sacar a Bolivia del pozo y rehabilitar la minería. O, al menos, así era el discurso oficial. La embajada de los Estados Unidos, haciendo gala de su autoridad sobre suelo boliviano, anunciaba para abril de 1961 que se ponía en marcha el Plan Triangular. De carácter desarrollista y sostenido por un fuerte crédito que automáticamente se convertiría en deuda, la medida prometía progreso y prosperidad. No obstante, los entretelones de la negociación ocultaban un fin distinto. La realidad era que los sindicatos mineros eran una molestia para los intereses imperialistas y, detrás del préstamo, se escondían condiciones especiales. Como advertía el presidente Paz Estenssoro, en situaciones así, «es muy fácil desorientarse».
Entre las imposiciones del acuerdo se encontraba el despido de 5000 trabajadores identificados como militantes de izquierda, la expulsión de dirigentes y la remoción de dos hombres importantes del centro minero: Pimentel y Escobar. El argumento oficial no contentó al pueblo trabajador, por lo que se inició una gran huelga y comenzaron los choques. Y, como era de esperar, la respuesta tampoco tardó en llegar. Tras un congreso minero donde se denunciaría que el Gobierno se había olvidado de “que es boliviano para servir mejor a los intereses de los yanquis”, el auto en el que viajaban Pimentel y Escobar fue emboscado y ambos dirigentes secuestrados. Para ese entonces, la noticia llegaba al pueblo minero, quienes, asamblea mediante, decidieron que había que actuar sin demoras.
Domitila Barrios, una de las líderes, recordará que en ese momento se enteraron de que en la zona «había cuatro extranjeros». Uno de ellos era Tom Martin, de la embajada estadounidense. Fue así que, durante un banquete en el que se encontraban distintas personalidades del poder, un grupo de mineros irrumpió y apresó a treinta rehenes. Acto seguido, entre amenazas del presidente y de los Estados Unidos, las mujeres, con sus familias, se instalaron en el sindicato con los detenidos. A modo de advertencia, colocaron suficiente dinamita para que, llegado el caso, pudieran hacer volar todo por los aires.
Luego de días de máxima tensión, una carta de Pimentel y de Escobar llegó pidiendo liberar a Tom Martin y al resto de los rehenes para evitar una «masacre roja». Tras debatirlo, y no sin fuertes discrepancias, decidieron liberarlos. Domitila dirá: «Firmamos un documento donde decíamos que ‘sin que falte uno solo’ devolvíamos a los rehenes”. Pero solo “porque así el Sindicato lo pedía». En los días siguientes, la dimensión de los hechos fue creciendo hasta transformarse en hito. Una proeza popular que quedaría en la memoria boliviana. Una de las tantas de un pueblo que supo ponerse de pie incansablemente, entre luchas desesperadas y desiguales. Una historia de resistencia, minas, mujeres y dinamita.