Y YA QUE LA REVOLUCIÓN TIENE QUE ESTALLAR

  • La muerte de Ricardo Flores Magón |

En los primeros días de marzo de 1918, como tantas otras veces, Ricardo Flores Magón se sentó frente a su escritorio para redactar un artículo. Aunque no lo sabía aún, sería la última vez que escribiría una nota que vería la luz. Nunca más volvería a editarse un número de su periódico Regeneración, nunca más volverían a aparecer sus textos publicados. «El reloj de la historia está próximo a señalar con su aguja inexorable el instante en que ha de producirse la muerte de esta sociedad que agoniza», decía. Finalmente, concluía llamando a «la insurrección de todos los pueblos contra las condiciones existentes». El 16 de marzo salía a la calle la edición 262 de un periódico que ya había hecho historia. Allí, Ricardo dejaba las palabras que serían la gota que desbordase el odio de una oligarquía que buscaba acomodarse en tiempos de revolución.

El manifiesto entró rápidamente en circulación, desatando una reacción casi instantánea del Gobierno de los Estados Unidos. Sin perder tiempo, se ordenó su captura y la de Librado, coautor de los textos, bajo la acusación de conspirar mediante «declaraciones falsas encaminadas a interferir con el funcionamiento y el éxito de las fuerzas militares y navales». La condena, por insubordinación y deslealtad, sería severa: 21 años para Ricardo y 15 para Librado. Aquel rebelde eternamente perseguido, que había insistido en no olvidar que la Revolución mexicana era un «movimiento del pobre contra el rico», era aislado entre cuatro paredes.

Los años siguientes, entre trabajos forzados y complicaciones de salud, lo llevarían a creer que ya no saldría vivo de allí. Con el permiso de escribir 3 cartas semanales, comenzó a dejar sus últimos testimonios. Allí, página a página, sostuvo su eterno sueño de bien común, viendo cómo muchos de quienes antes luchaban a la par ahora descansaban en cargos en el Estado. El 21 de noviembre de 1922, al amanecer, Ricardo Flores Magón aparece muerto en un calabozo. Su hermano dirá que fue víctima de un asesinato, las fuentes policiales dirán que fue por enfermedad. El telegrama, corto y conciso, informaba: «Murió repentinamente a las cinco de la mañana, de enfermedad cardíaca».

Las semanas siguientes su nombre resonaría con fuerza entre las calles de los pueblos que tanto amó, un eco que parecía no tener fin. En la capital de México, donde supo ser pilar de una revolución eterna, un mar de banderas negras y rojas flameaban mientras despedían su cuerpo. “Y ya que la revolución tiene que estallar, sin que nada ni nadie pueda contenerla”, dijo alguna vez, es necesario que sepamos sacar “de ese gran movimiento popular todas las ventajas que trae en su seno”. Porque, al fin y al cabo, solo el pueblo unido puede cambiar el mundo.