
- Juan Bautista Bairoletto |
El grupo avanzó a paso lento, bordeando las orillas del río Atuel. Eran las 6 de la mañana y apenas se podían observar en el cielo los primeros indicios del amanecer. Si la información que la policía seguía no era falsa, estaban a minutos de dar con un hombre que llevaban mucho tiempo buscando. Delante de ellos, a caballo, iba el Ñato Vicente Gascón, marcando el rumbo y siguiendo un camino que pocos conocían, con la esperanza de cambiar su suerte tras ser condenado por sus delitos y guiando a los uniformados hasta la casa de quien era su amigo. Cuando llegaron a la finca, un policía dio la orden de adentrarse. Era el 14 de septiembre de 1941, en Mendoza, y uno de los bandidos rurales más queridos por su gente estaba a punto de pasar a ser santo de su pueblo.
Su historia comienza mucho tiempo atrás, entre labores en el campo y estudios a cuentagotas. Con tan solo 10 años, se vio obligado a dejar la escuela primaria para ayudar a su familia. A buscar momentos para leer el Martín Fierro, aquella historia de un gaucho que escapaba de los opresores. A aprender a disparar, a cabalgar y a sobrevivir. Dicen que un 4 de noviembre de 1919, su vida daría un vuelco tras una fuerte discusión con el cabo Elías Farache. Bairoletto no olvidaba que ese mismo hombre que decía cuidar la ley lo había encerrado y torturado durante toda una noche sin motivo alguno. Esa tarde, tras una discusión, le dispararía tres tiros que acabarían con la vida del policía. Se daba inicio a una fuga que cambiaba su destino para siempre.
Sin nada que perder, Bairoletto se adentró en el monte mientras la policía intentaba seguir sus pasos. Algo así como una muestra de lo que sería el porvenir. De ahí en más, comenzó a robar en estancias o a patrones adinerados para repartir lo juntado entre las familias más necesitadas, a cambiar de techo noche a noche para escapar de la ley y -pese a la imagen que las autoridades intentaban dar de él- a ser cada día más respetado. Por donde iba, siempre encontraba cobijo, alimento y ayuda de la gente. Luego de muchos años, decidió abandonar la vida nómade e instalarse junto a su compañera Telma y sus dos hijas en un poblado rural. Así, hasta aquella fatídica noche de septiembre.
Antes de que el sol lograra asomarse en el horizonte, Bairoletto se acercó a la ventana. Estaba acostumbrado a vivir siempre alerta, y un sonido le había llamado la atención. Allí observó a cerca de 16 hombres que se aproximaban rodeando la casa. Sin demorarse un segundo, tomó su revólver y apuntó. En ese momento, comprendió que era a él a quien buscaban y que no habría forma de salir vivo sin que su familia fuese capturada o corriese una suerte peor. Por eso, sabiendo que era la única opción, tras dispararle a un oficial, se llevó el arma a la cabeza y apretó el gatillo. La policía intentaría llenarse de laureles jactándose de haberlo matado, pero nadie creería una sola palabra. Era imposible. El pueblo entero sabía que había jurado nunca ser capturado y que, por sobre todas las cosas, era un hombre de palabra.