LAS CIEN BATALLAS

  • Camilo Cienfuegos |

Entrada la tarde, tres días después de haber desembarcado del Granma y pisado finalmente las costas de Cuba, sonaron los primeros disparos. Aquel 5 de diciembre de 1956, los guerrilleros acamparon junto a un cañaveral en Alegría de Pío, exhaustos, intentando recuperar las fuerzas tras una larga caminata. Habían perdido mochilas, el equipo médico y sus pocas municiones estaban mojadas. «Nos habían sorprendido”, recordaría Ernesto Guevara. Ese día, escaparon como pudieron, dispersándose en medio de una cerrada balacera y llevando consigo solo lo que tenían a mano. “En la huida yo perdí mi mochila -dirá-, alcancé a salvar la frazada nada más, y nos reunimos un grupo disperso». Había una ley no escrita pero implícita en la guerrilla que decía que cada persona era responsable de sus pertenencias porque de ello dependía su supervivencia. En medio de las balas, con su mochila, el Che extravió sus pocas latas de conservas.

Los miembros del grupo fueron reagrupándose poco a poco. Perdidos entre la vegetación, iban buscando rumbo mientras se cruzaban unos con otros. «Al llegar la noche, con toda naturalidad cada uno se aprestaba a comer la pequeñísima ración que tenía», contaría el Che. Pero Camilo no iba a permitir que un compañero se quedase sin cenar mientras él tuviese algo. Por eso, decidió compartir la única lata de leche que tenía y, «velando disimuladamente cada uno que el reparto fuera parejo», compartieron lo poco que había. A partir de ese momento, por esos enormes detalles que definen a una persona, comenzaría a nacer una amistad que sería eterna.

Hijo de inmigrantes anarquistas españoles, Camilo Cienfuegos se involucró desde joven en la resistencia popular durante el golpe de Batista. Detenido, golpeado y marcado como comunista por la dictadura, Camilo viajó a México donde conoció a Fidel Castro y comenzó una vida de numerosas batallas que serían la antesala de la Revolución cubana. Ese «luchador abnegado que hizo siempre del sacrificio un instrumento para templar su carácter y forjar el de su tropa». Un hombre que siempre estaba para los demás, «el compañero de cien batallas».

El 26 de octubre de 1959, Camilo pronunció su última charla al pueblo cubano donde condenó el reciente bombardeo estadounidense a La Habana. Dos días más tarde, la avioneta en la que viajaba desapareció en el mar sin dejar rastro y nunca se volvió a saber de él. Tenía tan solo 27 años y ya había librado suficientes combates, dejado huellas indelebles en su tierra y gestas tan heroicas como para eternizarse en la memoria del pueblo. Como dijo el Che, el más brillante de todos los guerrilleros, “el que está presente en los otros que no llegaron y en aquellos que están por venir. En su renuevo continuo e inmortal, Camilo es la imagen del pueblo”.