- Dolores Cacuango |
Cuando el anuncio de la muerte de su padre llegó, Dolores, con solo 15 años, comprendió todo lo que vendría por delante. Tanto su familia como las otras que vivían en el latifundio de San Pablo Urcu eran esclavizadas en beneficio de un patrón que ni siquiera veían. Sobrevivían con menos de lo mínimo, eternamente endeudadas y bajo una rigurosa ley que no les daba respiro. «Los indígenas vivíamos en choza húmeda, sin sol, ni luz», dirá, entre violaciones y castigos físicos, y bajo la amenaza constante de torturas si cometían algún error. El día que Juan murió, Dolores entendió que algo debía cambiar. Pertenecían a la última categoría de personas en la hacienda, y el futuro auguraba algo aún peor.
No mucho después, un fraile se le presentó. Decía que debía casarse pronto, como toda mujer, formar una familia y así brindar mano de obra al patrón. Dolores escuchó en silencio y decidió que no había más tiempo que perder. Un día, vio que una de las tantas caravanas que se transportaban productos del latifundio hacia la gran ciudad estaba por partir. Rápidamente, se subió en uno de los vehículos y se escondió. Al cabo de un rato, el camión comenzó a moverse. Serían tres días y dos noches de viaje hacia Quito, entre cerros y quebradas. Empezaba a escribir su historia y, sin saberlo, a transformar la de todo un pueblo.
En Quito consiguió trabajo como empleada en una casa y, en no mucho tiempo, descubrió que el racismo y la desigualdad no eran exclusivos de los pueblos aislados. Sin embargo, un simple hecho estaba por cambiar su destino. Una tarde, un compañero que solía pedir limosnas frente a despachos de abogados oyó una conversación clave y corrió a contarla. Dolores lo escuchó decir que había «leyes para los indígenas», que existían y tenían derechos. Así, poco a poco, comenzaba un camino de luchas contra la explotación y el robo de tierras, a favor de la alfabetización y el respeto a los pueblos originarios. Un camino que dejaría huella y no tendría vuelta atrás.
Con el paso de los años, Dolores fue poniéndose al frente de su gente, insistiendo fervientemente sobre la importancia de la lucha por salud, educación y derechos: «Queremos que los indígenas sepan a quién están dando a luz para que nunca más sean violados por su jefe diablo». Con su compañero Luis tendría nueve hijos, ocho de los cuales no sobrevivirían pese a sus esfuerzos debido a las condiciones de pobreza en las que vivían. Aun así, nada parecía frenarla y continuó promoviendo huelgas, creando sindicatos y organizando grupos de mujeres que recorrían haciendas esparciendo las ideas. Su vida sería de este modo hasta el final de sus días y su nombre se haría bandera de los pueblos humillados. “Somos como la hierba de la montaña que vuelve a crecer después de ser cortada -decía-, y como hierba de la montaña cubriremos el mundo”.