- El estallido social en Chile |
Muchas veces alcanza con una chispa. Un acto, a la vista insignificante, que desencadena una reacción masiva y que, gradualmente, adquiere una fuerza imparable. Un detonante de años y años de desigualdad y abusos que se transforma en la gota que rebalsa un vaso que llevaba tiempo desbordando. Un quiebre que rasga los entretelones con los que la prensa y el poder visten de democracia el sufrimiento del pueblo. Y si todo este cóctel, además, se da en un país que es exhibido al mundo como el paraíso neoliberal de Latinoamérica, el ejemplo internacional de cómo estas políticas sí se pueden poner en práctica en un país serio, más fuerte será el impacto. Como tantas otras veces, también, más fuerte la respuesta del poder.
El 7 de octubre de 2019, un estudiante saltaba el molinete de la estación del metro Universidad de Chile. Detrás de él, llegarían más. Lo mismo ocurría luego en la estación Salvador y, en poco tiempo, distintos grupos repetían el acto en otros lugares. El eco fue en aumento y más personas se sumaron a la iniciativa de desobediencia civil. Era el inicio de una lucha multitudinaria que brotaría desde cada rincón del país y que daría comienzo así a una revuelta histórica. Mientras la prensa buscaba instalar la idea de que todo era por los treinta pesos de aumento del boleto, las verdaderas causas que gestaban el levantamiento iban quedando en evidencia. El pueblo chileno comenzaba a gritar contra la gran desigualdad económica, los altos costos de vida y la vigencia de una constitución planeada por Pinochet. En otras palabras, gritaba contra un sistema que no daba para más.
El 18 de octubre, el Estado envió al 90% de los carabineros en Santiago a proteger las estaciones. Al poco tiempo, al ver que continuaba la resistencia, decidió cerrar el servicio. Para la noche, ya se habían creado barricadas en distintas esquinas y el edificio de Enel ardía en llamas en medio de una multitud que iba en aumento. Lo que vendría luego serían meses de una insurrección sin precedentes desde los tiempos de la dictadura, donde, ante la demanda de renuncia del presidente, el Estado respondió con ametralladoras, tanques, detención de menores, persecución a periodistas y una violencia brutal. En las calles de Chile, se volvió a escuchar a las personas que eran detenidas gritar sus nombres al ser arrastradas ilegalmente hasta los patrulleros.
«Estamos en guerra», decía Piñera mientras las redes viralizaban marchas populares de tres millones de personas. El Gobierno nunca tuvo la intención de escuchar, solamente se limitó a violar sistemáticamente los derechos humanos sin lograr amedrentar a su pueblo. Desde aquel día, las banderas colmarían las calles del país. Las cámaras de la gente serían las ventanas al mundo y ya no se podría esconder la realidad, ya no había paraíso liberal que maquillar. El pueblo chileno había evidenciado, una vez más, que únicamente unido y con el bien común como objetivo, se puede cambiar la realidad. Así, hasta que la dignidad se haga costumbre.