- La Masacre del Perejil |
Tenían 24 horas. Ni más, ni menos. Si bien la noticia corrió de boca en boca, no faltaron quienes pensaron que era una broma de mal gusto. Un amedrentamiento más entre tantos. Aun así, el aviso de que debían migrar desconcertaba a la población fronteriza de Dajabón. Fue así hasta que, un día, las especulaciones terminaron cuando, a la entrada de un pueblito, alguien vio un cuerpo colgando de un árbol. Sin dudas, aseguró desesperado, era de un haitiano. El resto, ocurrió rápidamente. Algunas familias tomaron sus pertenencias y cruzaron la frontera y otras esperaron, ya que lo poco que poseían estaba del lado dominicano. Pero, indudablemente, la mayor sorpresa llegó cuando unos oficiales se presentaron en la zona y comenzaron a parar a la gente con un extraño pedido: les exigían que dijeran la palabra perejil. Era el comienzo de una brutal masacre.
El 2 de octubre de 1937, el dictador Rafael Trujillo asistía a un baile celebrado en su honor en Dajabón. Allí, afirmó que durante meses había recorrido la frontera que divide República Dominicana de Haití para investigar las necesidades de la población dominicana. Según había concluido, su pueblo sufría las «depredaciones por parte de los haitianos que vivían entre ellos». Esto, señaló, les impedía disfrutar pacíficamente del fruto de sus trabajos. Por eso, había decidido comenzar «a remediar la situación» y, según sus propias palabras, ya había «300 haitianos muertos». Poco a poco, el enemigo quedaba marcado.
Ante estos hechos, las familias haitianas que tenían la posibilidad comenzaron a cruzar la frontera. Al mismo tiempo, tanto militares como civiles recorrían las plantaciones y las calles deteniendo a la gente y haciendo siempre el mismo pedido: «Diga perejil». Como no les era sencillo diferenciar a una persona dominicana de una haitiana solo por sus rasgos, para reconocer al enemigo, se lo hacía hablar. La palabra no era elegida al azar: para los haitianos, pronunciar correctamente la «r» en español resultaba difícil. Una pronunciación errónea, una erre mal dicha, costaba la vida. Las tropas iban con machetes, palas y otros elementos que luego no sirvieran para incriminar a Trujillo. Si alguien respondía «mal», se lo mataba en el acto y su cuerpo era arrojado en fosas o en el río Masacre.
No existen cifras oficiales del genocidio, y el número víctimas es incalculable. No obstante, se estima que más de 30 mil personas fueron asesinadas, muchas de ellas engañadas con la promesa de deportación. El 8 de octubre, Trujillo dio por finalizada la purga y justificó su accionar ante la «invasión pacífica» de indeseables. Cabe resaltar que no todas las familias haitianas fueron perseguidas: aquellas que trabajaban para los sectores más adinerados fueron exceptuadas. La masacre sembraba, inevitablemente, una línea fronteriza en el pueblo, una marca a fuego difícil de olvidar y el germen de un antihaitianismo que iba en aumento. Trujillo, por su parte, aseguraba orgulloso: “a ver si ahora dicen que no tenemos frontera”.