BAJO UN CIELO ENSORDECEDOR

  • La ejecución de Túpac Amaru |

El último inca de Vilcabamba había caído. El capitán español observó a su alrededor y vio que la batalla estaba terminada. Había logrado sobrevivir gracias a que uno de sus soldados no dudó en tirar a traición a un inca con el que se retaba a duelo y estaba a punto a matarlo. Pero eso, ahora, poco importaba. Tal y como había pedido el virrey Toledo, García de Loyola entraba y tomaba el palacio de Vitcos. Las fuerzas rebeldes se rendirían una a una y los pocos grupos en retirada no debían ser un problema. Un estandarte real atravesaba el cielo cumpliendo con el mandato de arrasar con quienes habían osado romper «la inviolable ley de todas las naciones del mundo: el respeto a los embajadores». Las botas colonialistas dejaban su huella en Cusco, pero aún faltaba cortar la cabeza más importante: la de Túpac Amaru.

Un día atrás, la ciudad de Vilcabamba ardía en llamas. Delante de ella, Túpac Amaru partía junto a un reducido grupo en dirección a los bosques del oeste. Visto el inevitable desenlace, no había encontrado más opción que quemar todo a sus espaldas para no dejar nada a los invasores. Sabía que irían tras él, por lo que, sin perder tiempo, decidió emprender la retirada. Para ese entonces, el virrey había ordenado su captura y los soldados seguían los pasos del inca por agua y tierra, entre riscos y selvas, hasta que, una noche, vieron una fogata a lo lejos. Allí, arropado junto a su compañera, los colonialistas encontraron lo que buscaban.

Al poco tiempo, el virrey y García de Loyola tenían frente a sus ojos al inca. Pese a los días de encierro y las imposiciones para que aceptara convertirse al cristianismo y así dar el ejemplo a los pueblos, Túpac Amaru nunca aceptó. Tras condenar a la horca a otras cinco autoridades incas luego de un simulacro de juicio, finalmente, llegaba su turno. El detenido no había mostrado ninguna señal de cambio y se mostraba firme en sus convicciones. No aceptaba a las autoridades españolas ni a las religiosas. Así, sin más, se lo sentenció a muerte por decapitación. La fecha sería el 24 de septiembre de 1572.

Ese día, varias personas lo vieron llegar con las manos atadas, una soga en el cuello y montado en una mula. En poco tiempo, una gran multitud se reunía sin poder creer lo que veían. En medio de la plaza central de Cusco, frente a la catedral, un patíbulo se erguía. Mientras tanto, en la lejanía, desde una ventana, el virrey observaba. Túpac Amaru hizo un gesto con sus manos y, súbitamente, reinó un silencio atronador. Segundos después, la civilización blanca y cristiana bajaba el filo del metal contra su cuello. Su cabeza sería clavada sobre una picota para que nadie olvidara y su cuerpo entregado a sus familiares con la misma intención. Un testigo diría que, ese día, en la plaza, se «ensordecieron los cielos, haciéndolos reverberar con sus llantos y lamento».