- Víctor Jara |
La voz brotaba inconfundible desde la radio: «Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano». Mientras las bombas surcaban con furia el cielo de Chile, abajo, los golpistas se preparaban para tiempos de terror y sadismo. De felonía, cobardía y traición. Ese martes, cuando la transmisión desde La Moneda dejó de sonar, Víctor buscó su guitarra, besó a su compañera Joan y salió. Para ese momento, las calles de Santiago se llenaban de uniformes que comenzaban a cambiar el curso de la historia y, en medio de una incertidumbre que auguraba lo peor, Víctor partía rumbo a la universidad. Allí se encontraría con sus estudiantes y colegas, sabiendo que, en esa larga y oscura noche, solo quedaba resistir.
Por la mañana, las tropas irrumpieron por la fuerza. Casi 600 personas fueron secuestradas y llevadas al Estadio de Chile, predio que habían convertido en un centro de detención. Será en ese momento que, mientras ingresaban en fila, un oficial reconoció a Víctor Jara y ordenó que lo separaran. Había que castigar ejemplarmente a toda voz que hablara por el pueblo. De golpe, un culatazo le partió el rostro y la desatada violencia se convertía en una catarata de sangre. Vendrían por delante horas de interrogatorios y torturas mientras los golpes se perdían entre los gritos y disparos que llegaban desde afuera.
Dos días después, quienes estaban allí cuentan que el oficial que debía vigilarlo dejó su puesto. Sin perder tiempo, lo escondieron entre los miles de detenidos. Le cortaron su característico pelo para que no lo reconocieran fácilmente, lo atendieron como pudieron y le dieron el poco alimento que lograron conseguir. Sabiendo que dos compañeros podrían salir pronto, Víctor tuvo la posibilidad de escribir allí sus últimas palabras que verían la luz. No mucho después, los militares lo encontraban y lo separaban. Volvía al mismo infierno.
Dirán sus compañeros que Víctor no pidió clemencia ni se quejó ante sus verdugos. Que observó sin desesperar a quien le rompía con asco los huesos de las manos mientras le pedía que ahora se animase a tocar. Esos golpes que llegaban sin descanso y le cortaban la lengua por marxista, comunista, artista o lo que fuese. Que su mirada de siempre no se quebró a pesar de desfallecer frente la histeria desenfrenada de los torturadores. Que, seguramente, mientras se apagaban sus pensamientos recordó a su gente, a su pueblo, a su ciudad y lo que pudo ser. Más tarde, un detenido reconocerá su cuerpo acribillado por 42 balas en una pila de muertos. Mientras tanto, en el estadio, alguien escondía el papel con su último poema para que no se perdiera nunca. Palabras escritas que auguraban que, tarde o temprano, «golpeará nuestro puño nuevamente».