- Joaquín Penina |
El operativo se hizo rápidamente para no llamar demasiado la atención. Frente al domicilio de la calle Salta 1581, Rosario, varios hombres de uniforme, entre militares y policías, se prepararon para actuar. Una vez dentro, buscaron el número de la habitación e irrumpieron por la fuerza sin dar tiempo a nada. Tal y como habían esperado, se encontraron con el catalán Joaquín Penina y sus dos compañeros, Porta y Constantini. Tras reducirlos y detenerlos, comenzaron a recorrer los pocos metros del cuarto buscando pruebas para justificar el accionar. Un viejo mimeógrafo que no funcionaba les pareció suficiente, por lo que dieron por concluida su labor. Al día siguiente, la prensa cumplía su parte notificando que habían sido detenidos «en el preciso momento en el que intentaban imprimir un manifiesto contra el actual Gobierno».
El Gobierno al que se hacía referencia era la recién estrenada dictadura militar de José Félix Uriburu. Tan solo tres días atrás, el 6 de septiembre de 1930, el declarado admirador de Mussolini había puesto fin a la nueva democracia avisando que los militares estaban dispuestos a «pasar por las armas» a quienes se opusieran al golpe. Por eso, una simple acusación basada en imprimir y repartir volantes anarquistas era suficiente para justificar el secuestro. Lo que vendría luego sería el comienzo de una sádica y triste metodología que, según las necesidades y las épocas, se haría costumbre entre golpistas y represores.
Sin procesos ni jueces designados, el joven no pudo contar con defensa alguna. Todo fue en la ilegalidad. Por motivos nunca esclarecidos, sus dos compañeros fueron liberados, pero Penina no corrió la misma suerte. Para él, no hubo causa, formularios ni otras formalidades. Cerca de las 22:30, fue subido a un vehículo y trasladado clandestinamente a los barrancos del río Paraná. Allí, sin ser siquiera notificado de su sentencia de muerte, fue cobardemente fusilado con las manos esposadas. Acto seguido, su cuerpo sería desaparecido.
Tiempo después, las mismas personas que lo detuvieron admitirían que el mimeógrafo llevaba roto más de tres meses y que era imposible que lo hubieran usado para los volantes. Confesaron, también, que se encontraron con un joven que apenas tenía para comer, vestía “muy pobremente” y que le robaron los pocos ahorros que tenía en su casa. Dos años más tarde, mientras el capitán responsable de la ejecución viajaba por una ruta provincial, un coche se acercó y se puso junto al suyo. Cuando el militar giró la cabeza para observar, se encontró con un arma que lo apuntaba. Pese a que tuvo el instinto de reaccionar, ya era demasiado tarde. Lo último que escuchó fue: “Esto te lo manda Penina”. Luego, comenzaron los disparos.