NO LE HABRÁN DE ALCANZAR LAS BALAS

  • El asesinato de Pancho Villa |

Esa mañana, como tantas otras, Villa amaneció muy temprano. Había dormido con Manuela Casas, madre de su hijo José, y tenía pensado partir pronto. Se dio un baño, se afeitó y fue directo a desayunar. Tras una comida abundante de huevos fritos, porotos, tortillas de maíz, chile con queso y café, jugó un rato con su hijo para luego despedirse. Ya en la puerta, mientras acomodaba su revólver calibre 45, un cochero se le acercó. «No se vaya, jefe, que lo van a matar», le dijo. Pero Villa estaba más que acostumbrado a vivir entre balas y solamente le respondió: «Eso son habladas» y partió hacia la calle. No sabía que iban tras él. Que, tan solo a dos cuadras, un grupo armado aguardaba el momento exacto.

Para ese 20 de julio de 1923, México ya no era el mismo de años atrás. Emiliano Zapata había sido asesinado y Ricardo Flores Magón estaba encarcelado. En ese contexto, Villa había decidido bajar las armas por un tiempo, dedicarse a trabajar desde otro espacio iniciando una cooperativa comunal basada en la solidaridad mutua. A su vez, en esos años, asumía la presidencia Álvaro Obregón, un hombre que no tenía la más mínima intención de arriesgarse a que Villa osara levantar al pueblo contra él. Algo que, sabía, tenía la fuerza para hacer. Por eso, de la mano de los intereses estadounidenses, la cabeza de uno de los símbolos de la Revolución mexicana pasó a tener precio. A partir de ese momento, quien lograra asesinarlo se llevaría 5000 dólares.

A las 7:50, tras hacer caso omiso de las advertencias, Villa subió al coche y se puso al volante. A unos 40 m de allí, en el banco de una plaza, un hombre observaba los movimientos. Cuando el vehículo pasó frente a él, tuvo que esquivar el reflejo del sol para mirarlo y, luego, se quitó su sombrero. Esa era la señal que esperaban y, dependiendo de la mano que usara, era el indicativo de hacia dónde iba Villa. A los pocos metros de la puerta donde aguardaban los francotiradores, el coche se detuvo debido al barro de la calle. Villa permaneció sentado mientras lo empujaban y, en cuanto pudo, arrancó. En ese momento, sonaron las primeras balas.

La ráfaga fue certera y 12 disparos le destrozaron el pecho. No tuvo tiempo ni de atinar a sacar su pistola. El auto fue directo hacia un poste, impactó y rebotó hasta la mitad de la calle ante la atónita mirada de la gente. Ciento cincuenta tiros fueron necesarios para asegurarse de haber logrado asesinarlo. Luego, pese a las obvias evidencias, alguien avanzó sin dejar de disparar. Ni aún muerto, se confiaba. Cuando tuvo el cuerpo frente a él, volvió a tirarle. Por las dudas. Días más tarde, cada uno de los asesinos recibía 300 pesos. “No le habrán de alcanzar las balas” a quien ose matarlo, decía un viejo compañero de Villa tiempo atrás. Lo que parecía imposible ocurrió. De ahí en más, en sus tierras, el sueño de la revolución nunca dejó de llevar su nombre.