
- Mika Feldman |
«Por fin había dado la cara el enemigo», escribía Mika. Era difícil luchar contra una sombra, contra alguien que ataca sin decir que está atacando. Para julio de 1936, España cambiaba vertiginosamente y las noticias de sublevaciones militares llegaban desde varios puntos del país. Pero estaba convencida de que así era mejor. La tensión de la incertidumbre estaba rota y, ahora, tocaba luchar. La noche del 18, con Madrid entera lanzada a las calles y buscando armas, los diarios llenan las ciudades con tiradas especiales y titulares que no caben en las hojas. El Gobierno, mientras tanto, pide calma: los facciosos no tardarían en rendirse. Esa noche madrileña, escribía, se presentaba “tan azul, tal alta y combada como la noche de ayer». Pero no habría mucho más tiempo de pensar. A partir de ese momento, ya nadie contaría los días.
Mika Feldman había nacido el 14 de marzo de 1902, en la Argentina, lugar que habían elegido su madre y su padre para escapar de los pogroms de la Rusia zarista. En su adolescencia, se contactó con grupos anarquistas y, desde una revista criticó las luchas sufragistas afirmando que sin revolución social no habría emancipación de la mujer: «Buena muestra es la política masculina para tratar de formar partidos políticos femeninos». Allí, por ese medio, conoció a su compañero Hipólito Etchebéhère. De ahí en más comenzaron una vida de luchas, se unieron al Partido Comunista de donde serían expulsados por diferencias ideológicas y, luego de un tiempo en la Patagonia, decidieron viajar a Europa buscando «sólidas organizaciones obreras».
Tras pasos por Berlín y París, Mika llegó a tierras españolas. Cinco días después, el 18 de julio, se daba comienzo a la guerra civil. Esos días la encontraron buscando armas, yendo a la CNT y uniéndose al POUM. Al poco tiempo, Hipólito, que ya era jefe de una columna, murió en combate. A cargo quedó Mika, a partir de ahora, “la Capitana”; posiblemente, la mujer con rango militar más alto durante la guerra. Para 1937 fue detenida y salvada por un compañero anarquista, pero ya no podría volver al ejército. Dos años después, el fascismo entraba a la capital y Mika entendió que era el fin: “Lo sentimos en las calles de Madrid cuando los pobres que se refugiaban en los barrios ricos, ese día, se fueron. Fue, probablemente, la visión más triste de mi vida».
Una tarde de 1968, mientras las calles se inundaban de gente que escribía la historia del Mayo Francés, una mujer de 66 años se acercó a un grupo de jóvenes que armaba una barricada. Llevaba guantes y cargaba un adoquín. No fue difícil notar que tenía experiencia, que sabía lo que hacía. De un momento a otro, se les acercó y dijo: «Si los detienen con las manos ennegrecidas, los cargos son más graves”. Mientras los veía seguir apilando piedras, Mika pensó que no le harían caso, que mejor intentaría conseguirles algunos pares. Inmediatamente dejó el adoquín y partió apurando el paso.