- La Masacre de San Patricio |
Julio Martínez corría a todo lo que le daban sus piernas. Iba a través de las calles del barrio de Belgrano, Buenos Aires. Quería llegar cuanto antes a la comisaría para advertirle al oficial Romano lo que acababa de ver. Cuando lo tuvo enfrente, controló su respiración agitada y apuró las palabras para decir que dos autos se habían estacionado junto a la iglesia de San Patricio, que lo acababa de ver con sus propios ojos mientras charlaba con dos amigos. La dictadura llevaba casi 4 meses en el poder y, tal y como escuchaba en su casa, para Julio, hijo de un militar, todo era motivo de sospecha. A los pocos minutos, un patrullero frenaba al lado de uno de los dos autos y, luego de una breve charla, se retiraba sin más. Falsa alarma, pensaron los jóvenes. Sin embargo, una hora más tarde, los dos amigos que aún seguían allí verían atónitos cómo un grupo bajaba de los autos con armas largas y entraba en la iglesia. Era la 1 de la mañana del 4 de julio de 1976, y la noche se iba haciendo cada vez más fría en la ciudad.
Como era su costumbre, todos los domingos el organista Savino llegaba temprano a la misa. Pero esta vez, para su sorpresa, se encontró con que la parroquia aún estaba cerrada. Luego de 25 minutos, y mientras la gente comenzaba a impacientarse ante la fría e inusual espera, se decidió a entrar por una ventana abierta. Allí, observó luces encendidas en la planta alta y, suponiendo que los sacerdotes se habían quedado dormidos, subió. Lejos de lo que hubiera imaginado, se encontró con los cuerpos asesinados de los sacerdotes Leaden, Kelly y Duffau, y de los seminaristas Barletti y Barbeito. Además, en la habitación había un dibujo de Mafalda y mensajes escritos en tiza que decían: «Estos surdos (sic) murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM».
Rápidamente, desde el Ejército se acusó a “grupos subversivos” y el diario La Nación se hacía cargo de la opinión pública anunciando que estos “asesinaron cobardemente a los sacerdotes y seminaristas”. Lo que demostraba, según sus propias palabras, que sus autores, “además de no tener Patria, tampoco tienen Dios». Mientras tanto, y sin eco en la prensa, la amenaza de los militares al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo estaba hecha. Las siglas en la pared eran un mensaje claro que no dejaban espacio a la duda.
Si bien los testigos declararon, el fiscal Strassera sobreseyó la causa en 1977 argumentando que no había sospechosos. Suficiente, punto final. Años después, este mismo hombre sería elegido fiscal en el juicio a las juntas. En lo que refiere a la Iglesia Católica, terminada la dictadura no se presentó como querellante en la causa. El único condenado sería el periodista Eduardo Kimel, no por tener responsabilidad alguna, sino por investigar y publicar un libro sobre los hechos en 1989. La Iglesia, partícipe directa del genocidio de la dictadura, siempre prefirió hablar el tema puertas para adentro.