- La muerte del genocida Miguel Etchecolatz |
3 de octubre de 2011. Frente a la corte, sentado del lado en el que probablemente nunca imaginó estar, Miguel Etchecolatz pide la palabra. Tiene una expresión en su rosto que le es usual. Esa calma violenta que se dibuja en cada rasgo de los genocidas que supieron tener en sus manos las vidas de miles de personas. El odio traducido en omnipotencia e impunidad de las que gozaron los uniformados que fueron elegidos para ejecutar un plan sistemático de exterminio en América Latina. Esa mirada de desprecio que el tiempo nunca les pudo borrar. Allí, frente al tribunal, aguarda la orden para hablar. Cuando le dan autorización, dice: “Podría aportar datos y elementos de prueba sobre el destino de Anahí Mariani, a quien pueda estar necesitándolo, porque fui testigo presencial de aquellas circunstancias generadas”.
Se refería al destino de Clara Anahí, una bebé de tres meses secuestrada por la dictadura militar el 24 de noviembre de 1976. Ese mediodía, en La Plata, Etchecolatz observaba todo desde una terraza. Se encontraba junto a Suárez Mason y Camps terminando de despejar la manzana para dar la orden. Desde allí, verían cómo abrían fuego las ametralladoras, cómo volaban las granadas y avanzaban las tanquetas contra el domicilio. Una vez finalizado el operativo, un helicóptero sobrevoló la casa dejando caer una bomba de fósforo para incendiar el lugar. Dentro, los militares encontraron cinco cuerpos. Pero, seguramente, los debió de haber tomado por sorpresa ver que una beba seguía con vida. En ese momento, alguien la agarró en brazos y se la llevó. Nunca se volvió a saber de ella.
Cuando el tribunal le pidió a Etchecolatz que hablara, se negó. No diría una palabra. Eso sería todo. Un capítulo más de burla y crueldad, de afirmación ante el mundo sobre quién supo ser y quién seguía siendo. Por si, tal vez, a alguien le quedaba alguna duda de qué había significado la tarea que llevó a cabo. No era un hecho aislado, fue un mecanismo que nunca dejó de emplear, una forma sádica de seguir operando aun con las manos esposadas. Como dijo en su libro «La otra campana del Nunca más»: «Nunca tuve, ni pensé, ni me acomplejó culpa alguna. ¿Por haber matado? Fui ejecutor de una ley hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo».
Son innumerables las historias que podrían contarse. Desde Jorge Julio López o La Noche de los Lápices hasta sus funciones en el Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes o los tantos campos de detención y tortura en los que se lo veía frecuentemente. En 1986 fue condenado a prisión para luego quedar en libertad gracias a la Ley de Obediencia Debida y, en 2001 volvería a ser detenido. Un periplo que duraría largos años entre condenas a cadena perpetua y la eterna lucha para que la Justicia haga justicia. Hace un año terminó la vida de uno de los enemigos del pueblo más grandes que tuvo el país. Falleció preso, pero tal vez gozando de demasiados derechos. De ahí en más se empieza a escribir otra historia, y queda mucho por hacer.