- Ernesto Che Guevara |
La carta estaba fechada el 1º de abril de 1965. Eran palabras de despedida. Sabía que, tal vez, fueran las últimas que les escribiera, como ya había escrito tantas otras últimas palabras. Ahora, pensaba, “puede que esta sea la definitiva. No lo busco, pero está dentro del cálculo lógico de probabilidades”. A diferencia de las anteriores, algo hacía intuir que esta vez era distinto, o puede que el tiempo las haya dispuesto de esta forma. La carta estaba dirigida a su padre y a su madre y les recordaba, como si les hiciera falta: “Muchos me dirán aventurero, y lo soy, solo que de un tipo diferente”. De esos que “ponen el pellejo para demostrar sus verdades”. Había dejado cuerpo y alma enfrentando a la maquinaria capitalista, ese sistema que sabía «el genocida más respetado del mundo». Al pie firmaba “Ernesto”.
La partida de nacimiento asegura que fue el 14 de junio de 1928. También hay versiones que dicen que fue un mes antes. Cuestiones familiares de la época. Lo cierto es que por esos días nacía en Rosario, Santa Fe, Ernesto Guevara. Aquel joven que un día salió de su casa, en bicicleta o en moto, con una ruta de viaje en mente que terminaría llevándolo por Guatemala, Cuba, el Congo o Bolivia. Esos primeros pasos que lo guiaban al leprosario de Perú y que comenzaban a plasmar en hechos las palabras que dejaría a sus hijos e hijas, tiempo después, hablando de un hombre que «actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones».
Sus años siguientes serían un paso tras otro hacia el sueño firme de transformar la realidad latinoamericana. Dispuesto a dejar todo por su liberación “sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie”. Y, tal vez sin saberlo, con la misión de dejar una huella eterna entre los pueblos. Parte de todo esto se vio hecho realidad en tiempos en los que el mundo brotaba en gritos de rebelión, cuando la «lucha de masas y de ideas» era carne de las poblaciones maltratadas y despreciadas por el imperialismo. Esos pueblos que, como decía el Che, comenzaban “a quitarle el sueño». Nos consideraban rebaño impotente y sumiso, denunciaba ante la ONU, «y ya se empieza a asustar de ese rebaño, rebaño gigante de 200 millones de latinoamericanos en los que advierte ya sus sepultureros el capital monopolista yanqui».
Era hora de comenzar a escribir nuestra historia. De que esa masa anónima y fragmentada se alzara a lo largo y ancho del continente en demanda de casi 500 años de masacre y explotación. Ahora sí, la “historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia». Así vivió, no concebía otra forma más que luchando por un futuro justo y digno, de bien común, soñando que un día seremos más quienes seamos «capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo». Porque esa, sabía, «es la cualidad más linda de un revolucionario».