Por Carlos Álvarez |
El actual gobierno de Javier Milei no hace más que confirmar lo que Enzo Traverso opinaba sobre la historia: que esta es un campo de batalla. Y lo hace revisitando un pasado al que le adjudica una carga valorativa definida por un presunto triunfalismo macroeconómico depurado de todo atisbo de humanidad. Hoy la Argentina de la Generación del 80, aquella forjada bajo el temple de Julio Argentino Roca, vuelve al presente con aires nostálgicos de progreso, «paz y administración». Sin embargo, el hecho de que aquí estemos exhumando del olvido un singular 25 de mayo que hunde raíces en aquellos tiempos finiseculares no hace más que evidenciar el sesgo que acompaña este reverdecer de aquella Argentina «potencia mundial» que tan laudatoriamente hoy el gobierno añora.
Las efemérides son una tentación irresistible no sólo para lxs ciudadanxs de a pie, también y sobre todo para los gobiernos. Como afirmó el pensador Benedict Anderson, las naciones son comunidades imaginadas, creadas con la intención de construir una unidad de sentidos, o como lo afirma actualmente la antropóloga Rita Segato, los pueblos son el proyecto de ser una historia. De esta forma, los símbolos patrios, los mitos fundacionales, las epopeyas, las escarapelas, las flameantes banderas y los soberbios himnos constituyen el arsenal simbólico desde el cual construir dicha historicidad común, crearla, inclusive, allí donde no exista un atisbo de su real existencia. Sin embargo, la construcción de sentidos de pertenencia suele omitir y excluir a otras identidades, o incluirlas en términos subordinados.
Bien sabemos, aunque haga falta repetirlo hasta el cansancio como parte de una militancia que, dentro de la narrativa e historia oficial, tanto indígenas, afrodescendientes, mujeres, pobres, migrantes, habitantes de las periferias virreinales, y un largo etc., estuvieron fuera del orgulloso corpus histórico de la patria. Que lxs sujetxs que hicieron la historia, que rieron, lloraron, lucharon y soñaron, fueron muchos más que aquellos (sin lenguaje inclusivo, pues fueron hegemónicamente hombres) que la patria ascendió al panteón e inmortalizó en bronce u otorgó el privilegio de la toponimia urbana para ser recordados por siempre. No obstante, como ha dicho Eduardo Galeano, la historia es una mujer de digestión lenta, pero que finalmente completa su proceso digestivo.
Es por ello que hoy podemos bregar por una larga lista de contra-efemérides que buscan hacer justicia a los desposeídos de la historia, a todas aquellas vidas que fueron cayendo a los márgenes de los libros de historia para indignación de Walter Benjamin, quien nos enseñó a peinar la historia a contrapelo, para identificarlxs y restituirlxs al infinito pentagrama de la historia humana. Pero conforme la historia se fue transformando no sólo en un potente instrumento de construcción nacional, sino también en un campo de batalla por los sentidos, la tarea de restitución de las identidades de lxs excluidxs comenzó a resultar necesaria y urgente. Es por ello que Bertolt Brecht, con su agudísimo e incisivo sentido de la empatía, se preguntaba quiénes habían construido Tebas o Babilonia, o la Gran Muralla China, invitándonos a problematizar y pensar a lxs «nuevxs» excluidxs del moderno sistema mundial capitalista de fines del siglo XIX e inicios del XX.
La Argentina de fines del siglo XIX, sólida y consolidada como orden político después de setenta años de conflictos y guerras intestinas, comenzó a conocer un nuevo actor social que, progresivamente, se fue constituyendo en una preocupación política: la clase obrera. Si bien hoy día los estudios sobre el mundo del trabajo ya cuentan con largas décadas y avances destacables, perviven sentidos comunes en la sociedad que vinculan la existencia del movimiento obrero con el peronismo, como si se tratase de un fenómeno siamés. Sin embargo, estxs otrxs desposeídxs, cuentan (o, mejor dicho, contamos) con una larga historia de opresión y desposesión, pero también de luchas y organización. Este nuevo sujeto social aglutinó a buena parte de los que antaño no habían ocupado parte de la historia oficial. Es por ello que esta fecha patria, el 25 de Mayo de 1810, merece ser apretada para que haga lugar a otra que incluya un hito clave para la historia nacional del siglo XX y el actual.
Entre los otoñales días 25 y 26 de mayo de 1901, un número significativo de obrerxs se congregaron en la Sociedad Ligure del barrio porteño de La Boca, con la finalidad de abrir sesiones de un Congreso que fue histórico y que reclamaría su lugar en las efemérides mayas. Después de dos décadas de ensayos y experiencias, el movimiento obrero logró construir su primera central obrera duradera, la Federación Obrera Argentina (FOA), conocida desde 1904 como Federación Obrera Regional Argentina (FORA). No se trata de una efeméride más o de una experiencia obrera de las tantas habidas en el país, sino de un hito clave que marcaba la irrupción decidida de un sector social que reclamaba su propia agencia en la historia sin solución de continuidad. Conformada por trabajadorxs locales, migrantes internxs e inmigrantes de ultramar, la FOA logró aglutinar a un movimiento obrero compuesto por diversidad de tendencias ideológicas, siendo las principales el Socialismo (cuyo Partido había sido creado tan sólo cinco años antes) y anarquistas, quienes se embanderaron detrás de su principal periódico, La Protesta Humana. Si bien la convivencia armónica entre tendencias duró poco, la experiencia organizacional pervivió y sentó las bases de las experiencias futuras hasta el día de hoy.
Pero es aquí donde el actual relato sobre aquel idílico pasado nacional se rompe por el eslabón más débil: aquel reivindicado país es uno descarnado, puro hueso, un relato con mucho predicado y poco sujeto. Siguiendo a Brecht, ¿cargaron aquellos políticos y burgueses las bolsas del «progreso»? Podríamos sumar: ¿Por qué habrían de organizarse para luchas lxs trabajadorxs en un país cuyo maná de abundancias y mieles estaban al alcance y goce de «todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino»? ¿Qué sentido tiene la lucha de clases en tierras de promisión donde «hacer la América»? Lo retórico de las preguntas no anula su sentido más profundo, que es invitar a problematizar a aquel gigante invertebrado con pies de barros que era este país una docena de décadas atrás.
Las experiencias comunes de desposesión, disciplinamiento y persecución; el oprobio de la vida en el hacinado teatro cotidiano del conventillo; las enfermedades y epidemias que siempre golpean más a quienes menos tienen; el desprecio altanero de esa mirada burguesa esquiva y arropada en frac y levita; la miseria del jornal que no compra la garantía de reproducción de la fuerza de trabajo para continuar la faena; el llanto de la prole ante la impotencia de progenitores que no tienen consuelo para esos desgarbados cuerpos, constituyen un somero pero profundo fresco de lo que constituía ser laburante en aquella Argentina que hoy es reivindicada. La llegada de la FOA en 1901 tras décadas de sostenida organización y camaradería venía a cristalizar las necesidades de organización de un proletariado que entendía que aquellas huecas consignas de prosperidad y crecimiento les eran esquivas a buena parte de los desarropados que cruzaron la mar en busca de un mejor porvenir.
Argentina ha sido y sigue siendo uno de los países del mundo con el más combativo y antiguo movimiento obrero, forjado al calor de un régimen conservador que llamaba «cuestión social» a aquellos efectos indeseados del progreso y la inmigración, y que respondía a dichos males con represión y expulsiones de todos aquellos que reclamaran un pasar mejor. Aquellos gobernantes, como estos, se preguntaban absortos —y no retóricamente— cómo era posible que estallaran huelgas y reclamos en aquella tierra de crecimiento y riqueza. Para aquellos magistrados la posibilidad de un movimiento obrero apuntalado por anarquistas, socialistas y sindicalistas solo podía ser explicado como una bacteria de ultramar que viajó de polizón en los barcos, y, por tanto, el antibiótico era su devolución por donde vino. La pluma de quien escribiera Juvenilia, Miguel Cané, sería empuñada entonces para redactar la Ley de Residencia, por medio de la cual se expulsaron miles de trabajadores por reclamar una vida más digna.
Sucede que para aquellos políticos no existía la posibilidad de pensar que aquel polvorín de conflictos obreros que signó el cambio de siglos y que lideró la FOA pudiera encontrar asidero en el sistema de explotación feroz que sostenían, mucho menos asumir que aquella Argentina era un caldo de cultivo del descontento social producto de la enorme desigualdad social donde una pequeña élite de apellidos patricios, más algunos pocos advenedizos, gozaban de aquellas mieles que les eran prometidas a todxs. Los informes de Adrián Patroni al cierre del siglo, así como el encomendado a Bialet Massé al inicio del siguiente, no hacen más que graficar las condiciones de vida que reinaban entre lxs trabajadorxs del país a su largo y ancho.
El país que hoy sueñan quienes detentan el poder, así como sus lugartenientes con cargos públicos, es aquel signado por la desigualdad social más alevosa, en el marco de una economía primaria exportadora regulada por un puñado de familias. Es imposible no encontrar los vasos comunicantes que entrelazan a la actual Argentina con la de entonces en el marco del proyecto de país que se piensa para futuro. Sin embargo, nuestro deber es reponer la «historia completa» —como afirman hoy— de aquel romantizado pasado, alumbrando un 25 de mayo de un singular peso para la historia proletaria, puesto que sentó las bases de un despegue irrefrenable y del cual fue deudora toda la experiencia organizacional posterior hasta la CGT actual.
De esta forma, a la larga lista de excluidxs de la historia que progresivamente comienza a engrosarse a fuerza de luchas sociales, cambios de épocas y necesidades actuales, creo necesario, hoy más que nunca, repensar nuestras efemérides, problematizarlas, ponerlas en contexto, al tiempo que buscamos otras que hagan justicia para con aquellxs actorxs claves de nuestra historia. Hoy toca recordar a todxs aquellxs que, exhaustxs por largas jornadas de trabajo, por el oprobio de la miseria y por la inseguridad en el futuro, decidieron organizarse, apostar por un mundo mejor, y sin quienes el actual sería aún peor. Quizá por ello convenga recordar las palabras del maestro Josep Fontana, quien sostenía que:
«Quienes creen haber triunfado y decretan el fin de la historia, el fin de las ideologías, el fin de las revoluciones, el fin de la aspiración de los oprimidos y los pobres a mejorar su suerte, no conseguirán jamás una victoria definitiva. Nunca podrán dormir tranquillos con su botín mal ganado, porque siempre habrá alguien que enseñe a las nuevas generaciones a ver y entender que el orden que pretenden imponer debe ser combatido. Siempre habrá un profesor de historia que desvele en una nueva generación la conciencia de los que es justo y lo que es injusto, y le transmita el bagaje de todas estas aspiraciones ‘de justicia, de paz y de vida’ que hemos heredado de quienes lucharon antes y que tenemos el compromiso de transmitir a quienes nos sigan, para poder enfrentar nuestra propia muerte con la conciencia de haber sido un eslabón en una cadena que conduce hacia un futuro mejor».