Por Carlos Álvarez |

Pensar en los conflictos de Oriente Próximo, fundamentalmente aquellos en torno a Palestina e Israel, supone un enorme esfuerzo por superar sentidos comunes, visiones orientalistas, agendas políticas y lobbies mediáticos. Que los sucesos del 7 de octubre del 2023 no se explican sólo por los últimos años de atropellos israelíes sobre Palestina es tan cierto como que el conflicto tampoco se explica por una eterna disputa que, como tal, ya perdió su origen y razón de ser en el séptimo infierno de la historia. Tamaño proceso histórico ni es eterno ni coyuntural, sino que posee una precisa historización que conviene ser repuesta para volver inteligible uno de los más profundos y duraderos dramas desde la modernidad.
Pensar la Nakba, la tragedia palestina, puede suponer situarse a mediados de mayo de 1948, cuando la declaración de independencia del Estado de Israel dio origen al proceso de limpieza étnica conocido con esa locución árabe. Sin embargo, ¿comenzó allí realmente dicho proceso? Ciertamente no, y para evitar tomar la parte por el todo, toca situarse en torno al último tercio del siglo XIX en el territorio palestino bajo el control del moribundo Imperio otomano, así como en Europa.
La historiografía sionista suele afirmar que Palestina fue una creación otomana, negando una ocupación milenaria del territorio por parte de poblaciones semíticas árabes de muy temprana identificación con una Palestina —Filistea— que fue ampliando o constriñendo sus fronteras según los vaivenes históricos y que hunde sus raíces al menos desde el siglo XII a.c. (Finkelstein y Asher Silberman, 2003). No obstante, sí es cierto que el proceso de modernización del Imperio otomano, tendiente a centralizar más el control territorial creando nuevas vilayet —provincias— y sanjak —unidades administrativas—, terminó por densificar las redes y lazos políticos y comunitarios de las poblaciones palestinas, arrebatando el control regional a grandes sanjak como Beirut y Damasco con el ascenso de al-Quds o Jerusalén a dicho estatus (Pappe, 2007). Esto supuso una fragmentación del poder entre los bey —oficial militar— y los valí —gobernador— y provocó una mayor dependencia directa de estos hacia Estambul. Así, la región de la Palestina moderna fue configurándose de forma más definida durante estos años, al tiempo que lo hacían las principales familias y estructuras regionales.

Por su parte, en Europa comenzaba a configurarse una vigorosa corriente de pensamiento que, inscripta en la gramática política e ideológica finisecular, encontraba en la empresa imperialista un espacio fértil de actuación para instalar una agenda propia. El sionismo, nombre con el que se conoció dicho movimiento, partía del falaz argumento de que Palestina era un territorio sin un pueblo, el reverso perfecto para el anverso sionista: ser un pueblo sin un territorio. Esta corriente partía del diagnóstico de que el pueblo judío no tenía posibilidad alguna de asimilarse a la sociedad europea, aquella que lo había perseguido en incontables ocasiones. Dicha lectura, sumada a un reverdecer del ataque antijudío en torno al caso Dreyfus, los pogroms de la Rusia zarista y la eclosión de las propuestas nacionalistas, conllevó a la formación de fecundos esfuerzos organizativos en vías de concretar un estado judío. Las opciones que se barajaron para su emplazamiento fueron Uganda, Argentina y Palestina (Hertz, 1960). En torno al Congreso Sionista de Basilea de 1897 ya no quedaban dudas de que el destino sería Palestina, rebautizada como Eretz Israel y a la cual ya afluían de forma discreta, pero in crescendo, sendas oleadas de migrantes —aliyá— hacia sus campos y ciudades.
De esta manera, al tiempo que la región palestina comenzaba a configurarse como un espacio con mayor definición y autonomía de las vecinas Damasco y Beirut, pero con un control más fuerte desde Estambul, el sionismo surgía y se consolidaba en una Europa en plena carrera imperialista. Cuando la «paz armada» se demostró agotada al sonar los clarines que iniciaban la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el Imperio otomano se encontraba muy debilitado y con los británicos conspirando en su contra, prometiendo en 1915 al jerife de La Meca, Husayn ibn Ali, que si colaboraban en derrotar a los turcos garantizarían la formación de un gran estado árabe que incluyera a la Palestina histórica y las actuales Jordania, Siria, Irak y Líbano. Al mismo tiempo, los secretos acuerdos entre el británico Mark Sykes y su par francés François Georges-Picot en 1916, conocido como acuerdo Sykes-Picot (Rogan, 2015), negociaban la repartición del moribundo imperio turco, reparto que una vez finalizada la contienda terminaría por definir el futuro de Palestina como protectorado británico. Poco antes, los sionistas habían logrado arrancarle al gobierno inglés una declaración de apoyo a su causa nacional, el conocido acuerdo Balfour de 1917, en el cual el gobierno de su majestad se comprometía a colaborar en la empresa sionista sin que ello supusiera un perjuicio para las poblaciones nativas, es decir, palestinas.
El mandato británico comenzó a funcionar en 1922, tras haber ocupado la región en 1917, contando por entonces con una población compuesta por un 90% de árabes palestinos y cerca de un 10% de judíos. A pesar de aquella tendencia demográfica, la decisión imperial era cumplir con el acuerdo y promover, o al menos facilitar, la construcción de un «hogar judío». La determinación sionista fue imponente y logró el arribo de mayor cantidad de judíos interesados en ocupar el territorio palestino, abriéndose ante ellos la doble posibilidad de prosperar y escapar de las persecuciones. Sin embargo, las mejoras de estos conllevaron al deterioro de los palestinos, quienes comenzaron a ver sus tierras progresivamente ocupadas y en manos judías. Si bien la diferencia demográfica siguió siempre muy en favor de los nativos, el peso político y económico de los recién llegados fue generando una transferencia de tierras y recursos donde la minoría judía lograba mayores cotas de concentración económica que la inmensa mayoría palestina, generando un progresivo cambio en la correlación de fuerzas. La apertura económica del mandato a partir de 1929 permitió el crecimiento de los sectores más duros del sionismo, que en cercanía y tensión con la yishuv —comunidad judía— y la recientemente creada Agencia Judía, fueron liderando la avanzada más agresiva.
Si los años veinte fueron de crecimiento y reacomodos, los treinta fueron sin dudas de conflictividad y embate sionista.

El ascenso del nazismo en Alemania había acelerado y amplificado los saldos migratorios hacia Palestina, catalizando malestares y luchas que eclosionaron en la gran revuelta palestina de 1936 liderada por el gran Mutfí de Jerusalén, Amir al-Husseini, quien ya había encabezado otra de menor calado siete años antes. Con más del 60% del campesinado palestino en la ruina, con desgranados lazos sociales, pérdida de tradicionales prácticas de economía moral y una fuerte carencia de liderazgos, la situación se volvió dramática y en 1936 provocó el estallido de un conflicto que enfrentó por primera vez de forma abierta a palestinos y judíos. La escalada de violencia hizo que los británicos enviaran un año después una comisión evaluadora para dictaminar la mejor solución posible, conocida como Comisión Peel (Masalha, 2008). La misma no estaba alineada con los intereses sionistas ya que buscaba una mayor presencia británica y la anexión de Palestina a Transjordania. Sin embargo, tanto esta comisión como la siguiente —Woodhead— cayeron en saco roto. No así el Libro Blanco de 1939, en el cual el imperio británico desconocía el acuerdo Balfour y buscaba limitar las ventas de tierras a los judíos y sobre todo disminuir sensiblemente la llegada de nuevos inmigrantes en el contexto más álgido de la persecución nazi en Europa, a contracorriente del interés sionista por transferir palestinos a Transjordania y reocupar sus territorios con judíos (Flapan, 1979).
El tardío espaldarazo británico a los más elementales reclamos palestinos no hizo más que acelerar la radicalización de los sectores sionistas, haciendo que figuras como Chaim Weizmann fuesen interpretadas como moderadas ante las propuestas más violentas, decididas y orgánicas de Ben Gurion. Los tempranos años cuarenta encontraron al mandato británico debilitado por el esfuerzo bélico de la Segunda Guerra Mundial, distracción nada baladí considerando la determinación sionista de avanzar en la concreción del «hogar judío» y la expulsión de los británicos. Por aquellos años se consolidaron algunos y surgieron otros ejércitos irregulares judíos que operaron como grupos terroristas —Irgun, Palmaj, Leji, Haganá—, atacando aldeas palestinas para forzar su éxodo, al tiempo que presionaban al mandato británico en una clara demostración de músculo político y militar. La inoperancia británica, sumada al gran desastre económico que produjo la guerra, coadyuvó a que la operación terrorista que hizo explotar la sede del mandato en Jerusalén en el Hotel Rey David en 1946 (con más de cien muertos) constituyera el punto de fatiga por el cual el control se quebrara. En febrero de 1947, asediada por la ruina y con su mandato hecho un polvorín, el imperio británico entregó el dominio de la región a la novel ONU, que a través de su Comité Especial de Naciones Unidas para Palestina (UNSCOP por su sigla en inglés), buscó encauzar el conflicto.

Hacia noviembre de 1947, la ONU promulgaba la polémica resolución 181 sobre la partición del territorio, otorgando una enorme parte a la minoría judía —55%— y el restante a la mayoría palestina —45%—, y dejando bajo administración internacional a Jerusalén y sus santos lugares. La resolución de partición no convenció, por su contenido y forma, a ninguna de las partes y abrió el camino a la profundización de la violencia que ya contaba con al menos una década de evidente crecimiento. Entre septiembre de 1947 y mayo del siguiente año se estima que más de 70.000 palestinos tuvieron que abandonar su territorio por las presiones y masacres de las diferentes organizaciones militares sionistas. En enero de 1948 se puso en acción el Plan Dalet, que consistió en la expulsión de cuantos palestinos fuera posible y en el aceleramiento de la retirada británica, que se había anunciado para el 15 de mayo.
Con una violencia inusitada y con masacres como las de Deir Yassin y Tantura, aquellos meses previos preanunciaron lo que los palestinos recuerdan como al-Nakba, la tragedia, que fechan desde aquel fatídico cambio de manos entre británicos y sionistas en mayo de 1948. Para los sionistas, curiosamente, es llamado como día de la independencia. Resulta importante notar esto, puesto que crearon un hito fundacional del Estado de Israel en torno a una presunta independencia de lo que nunca fue la ocupación de su estado, el cual justamente nace a instancias del mandato británico y no antes. En cambio, para los palestinos, aquello supuso la pérdida de un endeble y frágil equilibro bajo mandato británico a un directo ingreso en las fauces del enemigo, el cual desplegó un enorme proceso de limpieza étnica (Pappé, 2011) tendiente a vaciar Palestina de su propia población y habilitar, así, el tan mentado recambio poblacional que los padres fundadores del sionismo enarbolaban a finales del siglo XIX.
La creación del Estado de Israel trasladó el conflicto desde el plano local a otro regional y desencadenó la guerra árabe-israelí en la cual intervinieron los países vecinos de Egipto, Transjordania, Siria, Líbano, Irak, Arabia Saudita y Yemen (Rogan, 2010). Aquella guerra no solo ponía en juego la continuidad del joven estado judío, sino también la configuración de un mapa geopolíticamente novedoso en una región árabe signada por nuevos estados que fueron progresivamente independizándose de sus respectivas tutelas imperiales. Luego de más de un año y medio de guerra, Israel logró vencer y expandirse allende a las fronteras determinadas por la ONU dos años antes, al tiempo que Cisjordania quedaba en manos de su país vecino y Gaza en las de Egipto. De esta forma, la resolución 181 fenecía al encontrar a Israel ocupando la Jerusalén occidental, avanzando sobre nuevos territorios palestinos e invadiendo otros países árabes.

Tres años después de finalizada la guerra árabe-israelí llegó al gobierno de Egipto una carismática y fuerte figura de la política mundial de entonces, Gamal Abdel Nasser, quien en 1956 nacionalizaría el canal de Suez. Su propósito desencadenó una invasión tripartita entre Israel, Francia y Gran Bretaña. Si bien aquel conflicto se saldó en favor de Egipto, avivó sentimientos panarabistas y pro-palestinos que desembocaron en la creación de la Organización para la Liberación Palestina (OLP) bajo los auspicios de la Liga Árabe con sede en Egipto. La OLP, bajo el liderazgo de Yasser Arafat, se transformó en la principal fuerza de representación y lucha del pueblo palestino dentro y fuera del territorio, la cual surgía como el brazo armado de una secular formación política llamada Al Fatah.
La escalada de los conflictos tanto dentro de Palestina como a nivel regional, así como las heridas abiertas por la guerra de 1948, desencadenaron una nueva contienda en 1967, conocida como la Guerra de los Seis Días. En este conflicto Israel demostró una notoria superioridad militar arrebatando los Altos del Golán a Siria, Gaza y el Sinaí a Egipto y Cisjordania a Jordania. Esta arrolladora victoria israelí consumó el proyecto original de los sectores duros del sionismo de los años treinta: el control completo del antaño mandato británico. Como contracara, la derrota no solo la sufrieron los palestinos y los países limítrofes, sino también la OLP que comenzó un errante camino donde debió salir de Jordania, pasar por Siria y radicarse en el Líbano. Por su parte, la muerte de Nasser en 1970 y la llegada de Anwar al-Sadat al gobierno egipcio modificaron nuevamente el equilibrio regional.
Luego del rechazo israelí a la propuesta de un acuerdo de paz con Egipto basado en la liberación del Sinaí, de Gaza y el cumplimiento del derecho al retorno de los palestinos establecido por la resolución 242 de la ONU, Egipto y Siria, dos de los grandes damnificados por la Guerra de los Seis Días, lanzaron un ataque en 1973 que daría lugar a la Guerra de Yom Kippur. La misma fue breve y nuevamente venció Israel, dejando a los palestinos en peores circunstancias ya que el estado sionista persistía en su avanzada territorial y cosechaba constantes éxitos militares. La OLP quedaba cada vez más aislada, puesto que Egipto había comenzado una serie de acuerdos con Israel que sellarían el destino de mutuo reconocimiento, así como la devolución israelí del Sinaí, y con ello el fin del apoyo genuino de los países árabes de la región para con los palestinos.

Con base en el Líbano, la OLP se involucró en el problema interno de aquel país y alcanzó a efectuar una serie de ataques a Israel. Ante la escalada del conflicto, Israel decidió invadir el Líbano en 1982 y provocó la salida de la OLP tres años después, alejándola de forma efectiva de las inmediaciones de Palestina ya que se vio forzada a trasladar su centro de operaciones a Túnez. Aquella invasión al Líbano se saldó, además, con dos brutales masacres de palestinos en los centros de refugiados de Sabrá y Shatila con miles de muertos. Desde entonces no volvieron a tener lugar guerras árabe-israelíes, en parte, por la demostrada superioridad militar de Israel y el desgaste de los vecinos y también por los sendos e inteligentes acuerdos de paz que lograron desmovilizar apoyos regionales para con los palestinos, transformando progresivamente aquel conflicto internacional nuevamente en una cuestión policial-militar interna. En este nuevo contexto de los años ochenta, y allanado el camino en el frente externo, Israel concentró esfuerzos en una dominación interna que fue condenando a la población palestina a peores condiciones de vida como prisioneros domésticos.
El ostracismo de la causa palestina, sumado a los atropellos permanentes sobre la población, dieron lugar al estallido social de 1987 conocido como primera intifada o rebelión, en el marco de la cual nació la organización islámica Hamas. Dicha intifada se extendió como acción de resistencia y visibilidad internacional hasta 1993, cuando los acuerdos de Oslo, que venían a sellar los iniciados en Madrid dos años antes, encontraron a Arafat y al primer ministro israelí, Isaac Rabin, apretando manos ante la tutela de un soberbio Bill Clinton. Aquel acuerdo buscaba dar una solución definitiva al conflicto a partir de desmovilizar la resistencia palestina con la aceptación de una Autoridad Nacional Palestina (ANP) y con la promesa de devolver progresivamente los territorios de Cisjordania previos a la guerra de 1967, que pasarían a manos de dicha autoridad.

Estos acuerdos nunca fueron respetados por Israel, que expandió la política de colonización de nuevos territorios palestinos, al tiempo que la transferencia del control pactados con la ANP no se sustanciaba. Sin embargo, habían logrado un objetivo clave, por un lado, moderar y desmovilizar a la OLP y Al Fatah, por el otro, creaba un contrapeso débil como la ANP. Eso alentó el crecimiento de Hamas en Gaza, que serviría nuevamente a la estrategia de dividir la frágil representación palestina. De esta forma, el incumplimiento de los acuerdos y la permanente avanzada sobre los palestinos desembocó en el año 2000 en una segunda intifada que fue duramente reprimida mientras se levantaba un muro que aprisionaba a los palestinos en Gaza y en Cisjordania.
Aquella rebelión se fue apagando con la represión liderada por Ariel Sharón, pero también con el asesinato de Ahmed Yassim en 2004, fundador de Hamas, y con la muerte de Arafat aquel mismo año.
El deceso del líder de la OLP fue entendido como una posibilidad de apertura a nuevas relaciones de paz, lo cual hizo que Israel se retirara de Gaza en 2005 entregando el control a la ANP, en manos de Mahmud Abbas desde entonces. Un año después, se convocaron elecciones, en las cuales Hamas venció a Al Fatah con el liderazgo de Ismail Haniya. Aunque la ANP fue la impulsora de los comicios, desconoció el resultado y abrió un profundo conflicto entre los propios palestinos —cerrando la única experiencia democrática desde entonces— que se saldó con un control de facto —aunque legítimo— de Hamas sobre Gaza mientras la ANP hacía lo propio sobre su balcanizada autoridad en Cisjordania. Dos años después de aquella victoria truncada de Hamas, esta organización lanzó una serie de ataques sobre Israel en el marco del conflicto que este último desarrollaba en la frontera del Líbano contra la organización islámica chiita Hezbollah. La represalia israelí fue muy dura entre finales del 2008 e inicios del 2009, bajo el mando del primer ministro Ehud Ólmert, conocida como Operación Plomo Fundido. La misma se cobró la vida de cientos de palestinos, al tiempo Hamas consolidaba su posición y legitimidad como verdadera institución representativa de la resistencia y estado presente ante la ausencia de políticas israelíes para los territorios ocupados o controlados.

Finalmente, una nueva coyuntura internacional sacudiría la región: la Primavera Árabe en 2010. Expandida como un reguero de pólvora, la rebelión popular árabe caló hondo en Siria, que ingresó en una situación de guerra civil en la cual Hezbollah encontró un fuerte rival sunnita surgido en la coyuntura: el Estado Islámico o ISI. Esta situación en Siria y Líbano permitió nuevamente a Israel focalizarse en el frente interno, ahora bajo la todavía vigente gestión del conservador Benjamín Netanyahu. La avanzada represiva con encarcelamientos administrativos, el apoyo a los colonos armados, la ocupación y destrucción de los recursos hídricos palestinos, la domesticación de la ANP en Cisjordania, así como una fuerte criminalización de la resistencia palestina, abrieron paso a permanentes tensiones y eventuales conflictos entre Israel y Gaza, que se transformó en el principal bastión de lucha y resistencia. Bajo el supuesto objetivo de doblegar a Hamas, Israel lanzó una fuerte intervención militar en 2014 conocida como Operación Acantilado Poderoso, en la cual bombardeó sistemáticamente a Gaza y dejó elevados saldos de muertes. Con intervenciones menores, pero no por ello menos sistemáticas y eficaces, las fuerzas israelíes de defensa (IDF por su sigla en inglés) acosaron a Gaza permanentemente hasta la actualidad, con otro pico en la escalada armada en 2021.
No es casualidad que el grueso de las operaciones militares de mayor envergadura haya tenido lugar desde el año 2000, esto responde a la correlación de fuerzas que Israel encontró con la resistencia islámica de Hamas. Mientras Hamas funcionó como contrapeso de Al Fatah y la ANP, Israel no pareció verse muy preocupado con su expansión. Sin embargo, al comprobar su capacidad de lucha, sus niveles de legitimidad y la trascendencia internacional que logró, la estrategia de Israel dio un notable giro para combatirlos. Con una ANP moderada, ante un Israel intransigente que no le permitió mostrar verdaderos logros por la vía pacífica y diplomática, Hamas logró ser indiscutiblemente la representación del único camino que los palestinos han encontrado como viable. En todos los procesos de paz Palestina salió más dañada, dejando el camino abierto a la violencia como única salida ante un estado sionista que sólo alimenta la radicalización ante su violencia sistemática y falta de interés por negociar absolutamente nada con Palestina.

En octubre de 2023, ante el recrudecimiento de las presiones israelíes sobre una maltrecha población palestina, Hamas lanzó un violento e inédito ataque sobre Israel que no puede ser comprendido por fuera de la historicidad que aquí repusimos.
Casi un siglo de atropellos, violaciones sistemáticas de los derechos humanos y de todas las convenciones internacionales, no pueden dar como resultado algo distinto de lo que lamentablemente se vio en octubre. Allí comenzó una nueva masacre israelí sobre Palestina, que no dista mucho de aquella que sigue siendo recordada como la Nakba. ¿Estamos, entonces, ante una nueva Nakba? A más de seis meses del atentado de Hamas y el inicio de la represalia israelí, resultan mucho más claros los contornos de la política sionista. Esta vez no se los expulsó: las fronteras fueron cerradas y no se permitió siquiera el ingreso de ayuda humanitaria. El plan fue el exterminio, arrasando con cuantas vivas y bienes materiales se pudiera. Tácito decía que los romanos en Cartago hicieron un desierto y lo llamaron paz. Después de todo, Shlomo Ben Ami (2006) tenía razón, Palestina siempre tuvo cicatrices de guerras y heridas de paz.
Bibliografía referida
- Ben Ami, S. (2006). Cicatrices de guerra, heridas de paz. Barcelona, Ediciones B.
- Finkelstein, I. y Asher Silberman, N. (2003). La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de sus textos sagrados. Madrid, Siglo XXI Editores.
- Flapan, S. (1979). Zionism and the Palestinians. Michigan, Croom Helm.
- Hertz, T. (1960). El Estado Judío. Jerusalén, Organización Sionista Mundial.
- Masalha, N. (2008). Expulsión de los palestinos. El concepto de “transferencia” en el pensamiento político sionista 1882-1948. Buenos Aires, Canaán.
- Pappe, I. (2011). La limpieza étnica de Palestina. Barcelona, Crítica.
- Pappé, I. (2014). Historia de la Palestina moderna. Un territorio, dos pueblos. Madrid, Akal.
- Rogan, E. (2010). Los árabes. Del Imperio Otomano a la actualidad. Barcelona, Crítica.
- Rogan, E. (2015). La caída de los Otomanos. Barcelona, Crítica.