Por Laura Martínez Gimeno |
Tercera parte:
Reescritura bíblica: entre el cielo y el infierno
A mitad de lo que iba a ser un estudio y análisis teórico muy diferente de la obra Flores en el ático (1979), por la autora V.C. Andrews,surge la idea de que la habitación en la que viven aislados y recluidos los hermanos representa el infierno, el prototipo literario de la despiadada abuela encarna el personaje de demonio o Lucifer y el espacio del ático, al cual los muchachos ascienden para guarecerse de las amenazas de la antagonista, simboliza el cielo o paraíso. Ante semejante apreciación, concluyo que el tema primordial de este ensayo es la reescritura bíblica de los espacios en los que se mueven, de manera ascendente y descendente, los personajes principales de la novela.
Una de las características que apoyan la expuesta teoría es que la habitación en la que conviven los jóvenes Dollanganger está decorada por cuadros de representaciones del infierno y el fuego eterno. Pinturas de grotescos demonios y monstruos devoradores de almas que persiguen a hombres y mujeres inocentes por el interior de interminables y lúgubres cavernas. Semejantes bosquejos sirven de aviso a las infantiles mentes respecto a la desobediencia, el pecado y la transgresión, puesto que experimentan situaciones similares a las representadas en las paredes de su diminuta jaula de cristal. En este infierno, los muchachos se hallan desarmados e inseguros de cualquier tipo de favor y refugio. Atentos a las desafiantes palabras de su abuela y al alcance de los graves golpes con los que pretende corregir sus conductas, los niños no pueden hacer otra cosa que esperar la salida de la habitación de dicha criatura maligna.
Por otro lado, como en todos los mundos posibles, la realidad de los hermanos está regida por unas normas divinas que la construyen y afianzan. Unas premisas que definen la existencia de sus días y sus noches. Unas reglas santas que deben cumplir si desean evitar el arresto y una detención aún más avasalladora y cruel. Las órdenes infernales que redacta la abuela para sus nietos son las pautas que ambicionan quebrar sus conductas, limitar su pensamiento y controlar cada una de sus acciones. Como he indicado con anterioridad, por medio de un fanatismo religioso exacerbado, la abuela exige que los nietos paguen por los pecados de sus padres. Los hermanos son obligados a interpretar el rol de mártires y súbditos con la finalidad de expiar las faltas de sus antepasados. Como resultado, la normativa que la anciana pone en conocimiento de los niños son las leyes y los sagrados mandamientos que deben obedecer y venerar si anhelan salvarse y rescatar a su madre de una vida de agravios y remordimiento. Y es que la madre de los protagonistas cometió incesto al enamorarse de su tío y huir con él para casarse de manera clandestina y concebir a los mencionados vástagos del demonio -término que utiliza la abuela para describirlos.
En consecuencia, afirmo que en esta actual reescritura bíblica el pecado original de los presentes Adán y Eva -los hermanos Christopher Garland y Catherine Leigh Dollanganger- es el incesto.
—Uno —leía con voz monótona y fría—: tendréis que estar siempre completamente vestidos […]
»Dos: nunca juraréis el nombre del Señor en vano, y siempre bendeciréis la mesa antes de cada comida […]
»Seis: leeréis la Biblia; si no sabéis leer, os quedaréis sentados mirando la Biblia y tratando de absorber, por medio de la pureza de vuestros pensamientos, el significado de las palabras del Señor y sus caminos […]
»Ocho: si os sorprendo usando el cuarto de baño niños y niñas juntos, os daré tal paliza que os dejaré baldados […]
»Diez: no os tocaréis nunca vuestras partes ni jugaréis con ellas, ni os las miraréis en el espejo, ni siquiera pensaréis en ellas, incluso cuando estéis en el baño y os las estéis lavando […]
»Dieciocho: os pondréis firmes siempre que entre yo en vuestro cuarto, con los brazos bien derechos y pegados a los costados; no me miraréis a los ojos; y tampoco trataréis de hacerme muestras de afecto, ni de conseguir mi amistad, o mi pena, o mi amor, o mi compasión. Todo eso es imposible.
(Flores en el ático: 1991: 64, 65).
Encadenados como verdugos a un infierno que se extiende hacia la impiedad de lo infinito, los niños conjuran gracias a la imaginación, la necesidad, la creatividad y la supervivencia un original e inaudito paraíso del Edén.
Cuarta parte
Un Paraíso en el ático
En el ático estábamos en libertad de hacer cuanto nos viniese en gana, sin miedo a represalias, a menos que Dios mismo tuviese un látigo en la mano.
(Flores en el ático:1991: 145).
El contraveneno que germina en el corazón de nuestros héroes y heroínas es el poder sobrenatural y magnífico de la imaginación y la creatividad. Los niños, en su desaventura y frustración, se abrazan a las faldas de la fantasía para sobrevivir. El infierno que ambiciona despedazarlos en la habitación en la que duermen apretados y temerosos se desvanece avergonzado por las ilustres capacidades del ingenio infantil. Los muchachos, acogiéndose a la enfermiza claustrofobia de su abuela, ascienden al lugar en el que se sienten más seguros, arropados y unidos. Los protagonistas traducen el cielo que tanto necesitan en aquella tierra despiadada y hostil con la destreza y el duro trabajo de sus maltratadas e inexpertas manos. Los jóvenes Dollanganger se recluyen -por propia voluntad- en las retorcidas entrañas de aquel espacio que odiaron, desestimaron y rechazaron durante las primeras semanas de encierro. La estancia que mayor consternación, intranquilidad y desasosiego insuflara en sus almas, se convierte en la floreciente e íntima esfera que custodia y defiende su inocencia.
Para incredulidad del lector y escepticismo de los muchachos, entre temblores y una enorme incertidumbre acortan escalón a escalón la distancia que los separa del ático y la libertad. Allí arriba, alejados y apartados de la injusticia y la iniquidad, inventan un hermoso paraíso que representa un bálsamo de alivio frente a la crueldad de todos aquellos familiares que habían decidido que ya no los querían, que ya no existían y que sus sombras no pertenecían al aire, al cielo, al césped o al bello sol. En el interior de aquel horroroso ático colmado por la monstruosidad, los hermanos crean un acogedor y glorioso jardín del Edén. La imaginación jamás concibió que semejante paraíso cupiera dentro de un destartalado ático.
¡Dios mío, cuánto nos esforzamos en hacer aquellas flores!, porque cualquier cosa que se nos metiera en la cabeza hacer, la llevábamos a cabo con celo diligente y lleno de fervor. A los gemelos se les pegó algo de nuestro entusiasmo, y dejaron de gritar y de patalear y de morder en cuanto pronunciábamos la palabra ático, porque, después de todo, el ático, lenta, pero seguramente, estaba convirtiéndose en un agradable jardín, y cuanto más cambiaba, tanto más decididos estábamos a cubrir de flores hasta el último centímetro de pared de aquel ático interminable.
(Flores en el ático: 1991: 138).
A pesar de todo, éramos jóvenes, y la esperanza echa hondas raíces en los jóvenes, tanto que les llegan hasta los dedos del pie, y cuando entrábamos en el ático y veíamos nuestro jardín cada vez mayor, podíamos reír y fingir. Después de todo, estábamos dejando nuestra huella en el mundo, estábamos transformando en algo bello una cosa que hasta entonces había sido gris y fea.
(Flores en el ático: 1991: 143).
El paraíso es una azotea cubierta de flores de papel de diversas formas y colores. Este espléndido jardín no requiere de luz solar, viento, tierra o agua para nutrirse y brotar en su máxima belleza. En este Edén también caminan animales recortados por los diminutos y poco precisos dedos de los gemelos, y de sus vigas cuelgan resistentes columpios en los que mecerse. Un escenario en el que se recrean -en contraposición con los griegos- no más tragedias, un aula escolar basada en el amor a la inteligencia y un balcón en el cual tumbarse y reposar bajo los estimulantes y esperanzadores elementos de la naturaleza. En este cielo, manipulado e infantil, recóndito e inalcanzable, no penetra el sufrimiento, la ira ni la enemistad. Las escaleras que conducen a sus puertas actúan como fronteras de un santuario limitado por el espacio y el tiempo. El ático no se siente amenazado por los desafiantes mandamientos de una abuela colérica. En este ático no entra nadie que los niños no permitan, pues es su reino y su templo.
En este lugar, por vez primera, no existe el miedo.
Quinta parte
El pecado original
«¿Qué habéis estado haciendo? ¿Qué hacéis en el ático? ¿Habéis bendecido hoy la mesa antes de las comidas? ¿Os arrodillasteis anoche para pedir a Dios que perdonase a vuestros padres por el pecado que cometieron? ¿Enseñáis a los dos pequeños las palabras del Señor? ¿Usáis el cuarto de baño juntos, niños y niñas?» La verdad, ¡qué brillo malévolo tenían sus ojos al decirnos esto. «¿Sois siempre decentes? ¿Mantenéis las partes privadas de vuestros cuerpos ocultas a los ojos de los demás? ¿Os tocáis los cuerpos cuando os estáis lavando?».
(Flores en el ático: 1991: 146).
Como fiel interpretación y reescritura bíblica, los hermanos Dollanganger sucumben al castigo corporal y a la mortificación del alma -una vez traspasados los confines del obsesivo decoro exigido por la malvada antagonista- al culminar el tan anticipado y narratológicamente imprescindible pecado original.
Nuestros héroes principales, en concreto los hermanos mayores Christopher Garland y Catherine Leigh Dollanganger, son los personajes que provocan la caída de la sociedad construida en su exégesis del jardín del Edén. Las leyes de semejante paraíso o realidad posible son quebrantadas en el instante en el que colapsan sendos mundos, puesto que las premisas del universo superior de los niños no son compatibles con los desafiantes mandamientos impuestos por la tirana que reina abajo. En su totalidad, dicha rotura no tiene por qué ser peyorativa -ya que el perfeccionamiento de la historia, el desarrollo emocional, espiritual e intelectual del elenco de personajes, al igual que los obstáculos que deben vencer a lo largo de la trama- son lo que incita la evolución psicológica del héroe. Es decir, el enfrentamiento al conflicto y su superación es lo que proporciona la tan anhelada libertad a los protagonistas. Por ende, para crecer, para madurar, para guerrear y escapar del ático, son precisos los actos de rebeldía, desobediencia y osadía del alma.
—¿Te ha pedido que poses para él, sin ropa?
Me escandalicé:
—¡No! ¡Claro que no! —repliqué furiosa.
—¿Y entonces por qué estás temblando?
—Es que tengo miedo… de… de usted —tartamudeé—. Siempre que viene a vernos nos pregunta qué cosas pecaminosas e impías hemos hecho, y la verdad es que no sé qué es lo que piensa usted que podemos haber estado haciendo. Si no nos lo explica exactamente, no sé cómo podremos evitar hacer algo malo, si no sabemos lo que es.
Me miró de arriba abajo, hasta los pies descalzos, y sonrió, sarcástica:
—Pregunta a tu hermano mayor, él sabrá lo que quiero decir. El macho de la especie nace sabiendo todo lo que es malo.
(Flores en el ático: 1991: 147).
Tal y como he sugerido anteriormente en los apartados del presente ensayo, el pecado original al que se abandonan los mayores de los hermanos Dollanganger es el incesto. Esto significa, que los muchachos reinciden y son expulsados del elíseo al cometer la misma generacional vileza que condenó a sus padres.
Como es de esperar en la lectura, el punto culminante de la novela deviene en el momento en el que la perversa abuela de los niños los sorprende contemplándose los cuerpos desnudos en uno de los espejos de la habitación. En particular, Chris Dollanganger observa desde la distancia a su hermana, Cathy Dollanganger, estudiar absorta el aumento de sus curvas y sus atractivos femeninos, cuando la conmoción de la abuela entra en la estancia antes de que puedan escabullirse y evitar la desatada furia, producto de la malinterpretación y la sed de venganza. La infame anciana, obcecada por un fanatismo religioso execrable, señala a su nieta como el fruto de todos los pecados capitales y la razón de la lascivia, la obscenidad y la inmoralidad del ser humano. La villana insiste en que confiese sus faltas y en que le relate los pecados de los que ella y su hermano participan a escondidas, ocultos y encubiertos, por el eclipse total del ático.
—¡Pecadores! —silbó, como una serpiente, volviéndose de nuevo para fijar sus ojos crueles en mí, y eran unos ojos que no tenían piedad alguna—. ¿Piensas que estás bonita así? ¿Piensas que todas esas curvas jóvenes y nuevas son atractivas? ¿Te gusta, quizá, todo ese cabello largo y dorado, que tanto te cepillas y te rizas? —sonrió entonces, pero fue la sonrisa más aterradora que he visto en mi vida […]
Nuestra abuela entró en la habitación, alta e imponente como un árbol, y no traía un látigo, sino unas enormes tijeras, de las que emplean las modistas para cortar vestidos. Eran de color acero reluciente, largas, y parecían estar muy afiladas.
—¡Siéntate, muchacha! —ordenó—. Te voy a cortar el pelo al rape, y así no te sentirás tan orgullosa cuando te mires al espejo.
(Flores en el ático: 1991: 238, 239, 240).
Por consiguiente y tras el plasmado intento de coacción, la abuela dictamina que la única forma de poder redimir la evidente culpa de los muchachos y salvar sus almas es desprenderse del mayor atributo, amuleto y encanto que simboliza la pasión y la sexualidad femenina. Dicho de otro modo, Catherine debe cortarse su larga y lustrosa cabellera como alegoría del arrepentimiento de la seducción femenina y su innata vanidad. Así pues, la vil abuela decreta que cesará de alimentarlos hasta que no le sea mostrada -como acto de remordimiento cristiano- la cercenada trenza de la joven heroína. En definitiva, los niños temerosos de una muerte por inanición, deciden que Christopher tome entre sus inseguras manos las tijeras que amputan mechón a mechón el tesoro más amado de una muchacha que aspira a personificar la idealización de la juventud y la hermosura femenina.
Considero trascendente indicar que en el transcurso de la historia de la literatura y el arte, la cabellera de las mujeres es el máximo emblema de la pasión, la sensualidad y el enamoramiento de la feminidad. Por lo tanto, desposeer o renunciar a este símbolo y particularidad encarna el rechazo a la voluptuosidad y el arrebatamiento propios de la naturaleza de las mujeres. Por otro lado, con este tremendo golpe al orgullo y temperamento erótico de la joven protagonista, se quiebra su despertar sexual y se acelera la pérdida simbólica de la virginidad.
Este no era Chris…, éste era una persona a quien yo nunca había visto hasta entonces…, primitivo, salvaje.
Se puso a chillar, y lo que dijo fue algo parecido a esto:
—¡Tú eres mía, Cathy! ¡Mía! ¡Y siempre serás mía! ¡Cualquiera que sea el que se cruce contigo en el futuro, siempre me pertenecerás! ¡Y te voy a hacer mía…, esta noche…, ahora mismo! […]
Y fue allí donde me poseyó, metiéndome a la fuerza aquella parte sexual suya hinchada, rígida, que tenía que quedar satisfecha, y la introdujo en mi carne rígida y que se oponía y se desgarró y sangró.
Y ahora ya habíamos hecho lo que los dos habíamos jurado no hacer nunca.
(Flores en el ático: 1991:354).
Por último y a modo de conclusión, la caída de los muchachos del paraíso se consuma en el desolado ático, cuando un trastornado, posesivo y enajenado Christopher viola a Catherine, forzándola y reduciendo su lucha bajo el peso de su cuerpo. En cuanto a la reinvención bíblica del relato, este acto de violencia sexual es lo que provoca que los muchachos renuncien a su vida construida en el piso superior de la mansión. Como es evidente, los hermanos Dollanganger deben abandonar el paraíso y el cielo creado por la infancia, la pureza, la inocencia, el candor y la ingenuidad, puesto que tales atributos ya no les pertenecen. El jardín del Edén ya no les quiere y -tal y como sucedió con las primeras almas de Adán y Eva retratadas en el antiguo testamento- son expulsados para descender al vulgar, pecador y penitente plano terrenal. Por las razones expuestas, nace el entusiasta y vehemente deseo de escapar del infierno que los retiene y envilece. Una huida que ejecutan como ánimas exiliadas de un paraíso enclaustrado en el que no puede existir la imperfección del pecador y su culpa.
—¿Lo has oído todo, Carrie? Vamos a donde florecen las flores durante todo el invierno, a donde florecen las flores todo el año, ¿no te dan ganas de sonreír sólo de escucharlo?
Una pequeñísima sonrisa apareció y desapareció en los labios pálidos de la niña, que parecían haber olvidado cómo se sonríe. Pero con eso bastaba…, por el momento.
(Flores en el ático: 1991: 408).
One thought on “UN PARAÍSO EN EL ÁTICO (II)”
Comments are closed.