- El Puntarenazo |
Finalmente, tras días de rumores sin notificación oficial, los medios comenzaron a hacerse eco de la noticia. Habían sido meses de preparativos y ahora una cruz en el calendario marcaba la fecha. El 4 de febrero de 1984, el intendente de Punta Arenas lo confirmaba a la población: el dictador Augusto Pinochet viajaría a la ciudad. Para ese entonces, los números oficiales del Gobierno de facto indicaban que la oposición a la dictadura estaba en aumento y, en vistas de un futuro poco prometedor, consideraron que era necesario realizar una visita a la zona. Sin embargo, pese a contar con casi 10 años de impunidad, seguramente, no imaginaron un desenlace como el que estaban por vivir.
El acto estaba preparado para el domingo 26 de febrero. Por eso, tras los tradicionales campanazos de la catedral, el general terminó de colocarse su uniforme, tomó su gorro y avisó que estaba listo. Lo aguardaban para emprender rumbo desde el hotel hacia el centro de Punta Arenas. Eran las 12 del mediodía y, si todo salía como lo esperado, rodeado de militares recibiría los honores programados. Cerca de 800 efectivos aguardaban el auto blindado que se acercaba desde la esquina mientras algunos confundían gritos de protesta con festejos. Una vez en la plaza Muñoz Gamero, y con todo dispuesto para comenzar, las primeras estrofas del himno de Chile sonaron por los parlantes. El público presente aguardaba en silencio.
Pero la calma para el dictador duraría poco menos de 10 minutos. Si bien desde su llegada ya había escuchado gritos de «¡y va a caer!», probablemente, se sentía seguro escoltado por las fuerzas represivas que rodeaban la plaza y por el terror ya instalado desde hacía años en la sociedad. Pero su rostro cambiaría serenidad por sorpresa cuando los primeros panfletos comenzaron a volar por los aires y alguien le arrojó un conejo muerto. Lo que vendría luego terminaría de desconcertarlo. En menos de 5 minutos comenzaron los gritos, una manifestación histórica que dejó perplejos al séquito de oficiales y a las autoridades.
Los carabineros, armados, trataron de detener a quien se cruzaran en un acto desesperado de callar a la gente. Según se estima, hubo 600 personas gritándole asesino en la cara a Pinochet y 16 fueron detenidas. “¿La Iglesia está contra el Gobierno?”, preguntaría públicamente el dictador luego de acusar a la institución de promover los hechos. Lo único cierto es que el pueblo se estaba levantando contra esos uniformados que un día decidieron, a fuerza de desapariciones, torturas y violencia, terminar la democracia. Quedan los registros de lo que fue ese día; minutos que evidencian la valentía popular y la acción conjunta contra las fuerzas armadas. Mientras tanto, en esos tiempos, volvía a escucharse entre las calles que “el pueblo, unido, jamás será vencido”.