MAYÚSCULA AMÉRICA

  • El viaje de Ernesto Guevara y Alberto Granado por América con La Poderosa |

«¿Y si nos vamos a Norteamérica?», preguntó una tarde del 17 de octubre de 1951, bajo una parra, un joven Ernesto Guevara a su amigo Alberto Granado. En un comienzo, las dudas se hicieron preguntas y Ernesto les fue encontrando respuestas para que ese proyecto extravagante se fuera transformando en posible. Para ese momento, Alberto ya no estaba contento con su trabajo y Guevara, en sus propias palabras, estaba «harto de la Facultad de Medicina, de hospitales y de exámenes». Ese día, decidían dar comienzo a un viaje que cambiaría la vida de Ernesto para siempre. Poco después, su padre escuchaba: «Me voy a Venezuela».

El viaje hacia el norte comenzaría rumbo al sur. Tras saludar a su familia y escuchar recriminaciones para que vuelva pronto a terminar la carrera, el 4 de enero Ernesto sube con Alberto a su moto, La Poderosa II, y parten desde Buenos Aires. Sería la primera despedida de varias hasta que llegara la definitiva. Pero para eso, aún faltaba bastante. La costa Atlántica los verá atravesar sus rutas y, en medio, Ernesto pasa a saludar a quien era su novia. Tras un adiós que se hace más difícil de lo planeado, sin fecha de regreso para apaciguar la tristeza, se separan con la promesa de que pasará hambre antes de gastar el dinero destinado a su regalo. Vendrían por delante visitas a hospitales y noches durmiendo donde podían y como podían. El 14 de febrero, cruzan la frontera con Chile en un lanchón a cambio de trabajar para el dueño.

Del otro lado de la cordillera, en Osorno, Ernesto descubrirá algo totalmente diferente “y algo típicamente americano». La Poderosa, según Granado, ya pedía clemencia y se verán obligados a dejarla mientras buscaban trabajos para sostener el andar. De ahí en más, viajarán como polizontes en un buque, harán trayectos a dedo y, para mediados de marzo, pisarán Perú. Entre ataques de asma que lo perseguían desde chico e inyecciones de adrenalina, Ernesto conocerá al médico Hugo Pesce, discípulo de Mariátegui, quien influirá en los caminos que empezarían a moldear su destino. Tras jornadas en un leprosario, el viaje continuará, en palabras de Ernesto, «sin un centavo, sin mayores perspectivas de conseguirlo a corto plazo, pero contentos».

La próxima cruz en el mapa estaba sobre el Amazonas. Los viajes los llevan al leprosario de San Pablo, un sitio en medio de la selva. Días después, subidos a una balsa llamada Mambo-Tango, continúan río abajo. Una siesta inoportuna los termina obligando a desembarcar en Colombia, donde, de pueblo en pueblo, terminan de técnicos y jugadores de un club de fútbol. En Bogotá se topan con los miles de uniformados que recorren las calles en medio de la dictadura de Laureano Gómez. Tras ser arrestados y liberados, viajan a Venezuela. Para Ernesto, era momento de volver a la Argentina. Las vivencias cercanas a injusticias y desigualdades marcarían su vida y retomará su diario para afirmar que quien escribió las páginas anteriores «murió al pisar de nuevo tierra argentina». La «mayúscula América» lo había transformado por completo.