LOS FRUTOS DE LA CIVILIZACIÓN: BARBARIE Y TERROR EN EL SAQUEO DE ASUNCIÓN

Por Luciano Colla |

El día que tanto temían, finalmente, había llegado. Era la pesadilla. Los ruidos que provenían de la calle hicieron que, quienes se encontraban en sus casas, se acercasen sigilosamente al balcón. Allí, desde la distancia, escondidos, observaron a las tropas del Brasil ingresar triunfantes en la ciudad. El comienzo del fin. Atravesando la calle principal, militares armados avanzaban para recorrer una Asunción devastada y destruida. El genocidio llevado a cabo durante la guerra de la Triple Alianza había dejado a Paraguay casi sin hombres y, ahora, los vencedores iban por todo. El trofeo mayor.

Ese 1º de enero de 1869, desembarcaban a las apuradas los primeros invasores. La recompensa de la que se hablaba era muy grande y nadie quería quedarse atrás. Cuatro días más tarde, arribaría el resto. Como habían imaginado, casi no encontraron resistencia y, en poco tiempo, dieron rienda libre a toda violencia y sadismo. Como animales de carroña, las tropas del conde d’Eu comenzaban a escribir otro capítulo de bajeza humana en lo que fue uno de los ataques más vergonzosos de la historia.

Prisioneros paraguayos durante la guerra.

Arrasando todo a su paso, los uniformados irrumpieron en los edificios que tenían marcados. Las casas de las familias aristocráticas fueron las primeras en ser ocupadas, y allí se instalaron los oficiales con más insignias en sus vestimentas. Los jefes, por su parte, fueron por las mansiones de las familias más adineradas mientras el resto tomaba las casas particulares. Muchos de ellos usurparon varias propiedades y se dedicaron a saquear en medio de una cacería que ya no diferenciaba ni a propios de extraños. Pasadas las primeras horas, la desigualdad entre unos y otros era tan grande y evidente que algunas familias se apresuraron a tomar sus pertenencias e intentar escapar de la ciudad. Algunas mujeres que habían perdido a sus maridos en la guerra, sabiéndose atrapadas, escondían a sus hijos e hijas para que, llegado el momento, las llevasen a ellas solas.

Cuando la noche cayó, densas humaredas cubrieron los cielos: eran las casas de familias pobres que a nadie le interesaban y, para que no las pudieran habitar, las hacían arder en llamas. El voraz despliegue de las tropas militares había dejado la ciudad en ruinas y, las mujeres que aún resistían escondidas en sus casas comprendían que, más temprano que tarde, indefectiblemente, el salvajismo las terminaría alcanzando. Así, partida y repartida Asunción, con los cuerpos aún calientes sobre las calles, se empezaron a improvisar bares, restaurantes, hoteles y fiestas de todo tipo.

Palacio de los López después del bombardeo.

Cuando la noticia sobre lo que estaba ocurriendo cruzó la frontera, el puerto del río Paraguay se comenzó a llenar de barcos repletos de curiosos que llegaban a corroborar que lo que se comentaba era cierto; que, con unas pocas monedas, se podía conseguir cualquier cosa. Hay quienes se llevaron oro a precio de bronce y quienes rascaron por donde podían lo que fuese, porque siempre algo es mejor que nada. Mientras tanto, entre los recién llegados se corría la voz de que era recomendable cuidar sus espaldas. En medio de tanta bestialidad, decían, uno nunca sabe.

Los días siguientes no fueron tan distintos. Como si se tratara de bestias hambrientas, los uniformados fueron avanzando barrio por barrio hasta que no quedó nada. O, mejor dicho, hasta que se quedaron con todo. Era común en las tardes ver a algún militar sacando a la vereda muebles que hasta hace días le habían pertenecido a otra familia para incendiarlas a plena luz del día. Cosas que no le servirían. Los cementerios, por su parte, fueron tomados por quienes no habían logrado grandes botines hasta el momento y los cuerpos desenterrados para robar anillos o cadenas de oro. Mientras el mundo parecía de ellos, como dioses desbocados en un libertinaje sin freno y algarabías ridículamente desmedidas, los hombres del Brasil vieron a las primeras personas que se animaban a salir de sus escondites necesitadas de alimento. Entre gritos y barbarie, las tropas se preparaban para dar un paso más.

Oficial de caballería brasilero (izquierda) y soldado paraguayo prisionero (derecha), entre los años 1865 y 1868.

Uno de los capítulos más salvajes, si cabe la distinción en esta historia, llegaría cuando las mujeres que habían logrado huir a los suburbios se vieron obligadas a pisar nuevamente lo que alguna vez había sido su ciudad. Devastadas por el hambre y el llanto de sus hijos e hijas que llevaban días sin comer, se fueron acercando al centro de Asunción buscando los restos de una fiesta que no había terminado. Fue en ese momento en el que, cual perros de presa, los militares se abalanzaron sobre ellas como lo habían hecho sobre el oro y la plata.

Una a una fueron cazadas, sus ropas desgarradas con violencia y violadas grupalmente a plena luz del día. Vendrían luego golpizas, torturas y abusos de todo tipo a la vista de todo el mundo. Dicen que, durante esos días, los gritos recorrieron las calles y que, difícilmente, hubiera existido alguien que no escuchara alguna mujer pidiendo ayuda por algún rincón. Una vez saciada la sed de los soldados, quedarían los cuerpos abandonados de quienes no pudieron más o, en muchos casos, quienes tuvieron la osadía de resistirse a la nueva autoridad.

Rastrillando la ciudad en busca de algún resto olvidado, un uniformado pensó en aprovechar lo que nadie había tomado, aquello que parecía no brindarles utilidad alguna: los niños que iban quedando perdidos a su merced en medio de una Asunción arrasada. Muchos fueron encontrados vagando o escondidos en algún rincón; otros, cuando se descubrió el negocio, fueron arrancados de sus madres. Lo cierto es que, como allí no les servían, decidieron venderlos como esclavos a los grandes propietarios de las plantaciones en el Brasil. Niños y niñas fueron subidos a barcos como mercancías y librados al destino que su nuevo amo les depararía.

La ciudad de Asunción ocupada por el ejército brasilero.

Sin embargo, en medio de un desenfreno de avaricia y carroña, donde cada uno se apropiaba de lo que podía pasando por arriba de quien fuera en pos de su propio beneficio, un plan más importante y a gran escala se ponía en marcha. Fue durante alguno de esos días que se dio la orden de destruir completamente los archivos nacionales. Desaparecer todo, que no quedara nada. La historia de Paraguay debía ser borrada, arrancada de una vez y para siempre, y ni un papel debía salvarse durante aquellos días. Siglos de historia recopilada en grandes cantidades de documentos quedaron bajo las llamas. La verdad, a partir de ese momento, era cosa del pasado.

Mientras tanto, a algunos kilómetros de allí, el ejército argentino aguardaba simulando neutralidad. En palabras del general argentino José Ignacio Garmendia, quien luego participaría en las campañas contra ranqueles y pampas, Paraguay tan solo «sufrió la suerte del vencido de lejanos tiempos, entrando en ella a saco el vencedor». Por otro lado, ante la decisión argentina de no interferir en Asunción, Domingo Sarmiento escribía unas elogiosas palabras al entonces presidente Bartolomé Mitre aplaudiendo la «determinación prudentísima» de no actuar: «Esta guerra tomará proporciones colosales en la historia y es bueno que nuestro nombre figure limpio de reproche». Como había dicho alguna vez, estos, al fin y al cabo, eran tan solo los frutos de la civilización.