Por Luciano Colla |
La luz se apaga y la cinta empieza a correr. La imagen se proyecta desgastada, casera, como si hubiese sido filmada priorizando lo importante por sobre lo académico. Un rollo que viajó de un lado al otro, oculto, clandestinamente, muchas veces exhibiéndose donde se podía, como se podía. Transmitiendo de país en país y de pueblo en pueblo un suceso que estaba ocurriendo a la sombra del mundo y que debía ser urgentemente divulgado. Un hecho tan salvaje que, si no lo vemos con nuestros propios ojos, probablemente, nos parecería increíble.
Sobre la pantalla aparece un texto que marcará el sentido de la película, el inicio de una historia que comenzó varios años atrás. Las palabras que leeremos son autoría del científico estadounidense James Donner, quien dice que «el habitante de una nación desarrollada no se identifica con el hambriento de la India o Brasil». Que ven a esa gente como una raza o especie distinta y que, «en realidad, lo son». Luego, prosigue afirmando que por este mismo motivo es que se crearán «métodos apropiados» para deshacerse de ellos. Esos métodos a los que hace referencia, aunque la gente no lo sabía en ese entonces, ya estaban en práctica. Se estaban aplicando secretamente en suelo latinoamericano desde hacía tiempo. Dicho en otras palabras, como sostuvo Donner: «Las naciones ricas y fuertes devorarán a los pobres y débiles».
Esta es la forma en la que el director boliviano Jorge Sanjinés decidió dar inicio a Yawar Mallku, Sangre de cóndor. Una película que carga con fuerza una denuncia pública y explícita sobre lo que ocurría en Bolivia desde hacía tiempo y a espaldas del pueblo. El sueño recurrente de las elites dominantes de la eliminación del ser inferior puesto en práctica de la forma más sádica y brutal; de su dominación, control y aniquilación total. La película saldría a la luz en 1969, entre censuras, prohibiciones y denuncias por ser «subversiva» y «sediciosa». Pese a esto, lograría saltar el filtro al que quiso ser sometida y llegó a un público que, poco a poco, comprendía que de ficción no tenía nada.
Esta historia comenzó el 13 de noviembre de 1962, cuando un grupo de 35 personas proveniente de los Estados Unidos pisaba Bolivia. Decían ser voluntarias y formaban parte de los Cuerpos de Paz, organización que se jactaba de tener la desinteresada tarea de llevar progreso y desarrollo a los países más necesitados. O, según aseguraban, «promover la paz y la amistad mundial». Así, con estas mismas palabras, se los iba presentando al pueblo boliviano a quien, al mismo tiempo, se le pedía total y absoluta colaboración. Al fin y al cabo, decían, eran enviados con las mejores intenciones.
Sin embargo, lejos de lo que declaraba su envoltorio, su función no distaba en nada de los proyectos que el nazismo había puesto en práctica no mucho tiempo atrás. Como si se tratara de eliminar razas no deseadas, los Cuerpos de Paz comenzaron a realizar esterilizaciones forzadas a mujeres sin su consentimiento y en contra de su voluntad. En otras palabras: eugenesia, una suerte de darwinismo social. El foco estaría puesto, principalmente, en las comunidades indígenas, muchas libradas al abandono estatal, con la finalidad de evitar que pudieran reproducirse. Eso sí, todo se intentaba hacer con la mayor discreción y sin que nadie supiera realmente lo que estaba pasando.
Con Yawar Mallku, Sanjinés corre el velo de la violenta campaña que Estados Unidos llevaba a cabo y que nadie informaba. La película logró que la sociedad boliviana conociera la verdad y, en 1971, tras casi una década de trabajos, los Cuerpos de Paz fueron expulsados del país. Varios años después, lo mismo haría en Perú el presidente Fujimori, encubierto bajo el programa de «planificación familiar». Pese las evidencias, la agencia siguió gozando de buena salud y, años después, volvería a pisar Bolivia y otros países del continente con aquiescencia oficial. Las largas garras del imperialismo norteamericano, una vez más, rasgando suelo Latinoamericano. Una paz hecha en EE.UU.