LA DAMA DE SHALOTT NO ES LA PRIMERA HEROÍNA ATRAPADA (parte I)

Por Laura Martínez Gimeno |

  • Parte I: la esfera masculina de la hermandad prerrafaelita

¡No seáis justo con todos los demás, y me aplastéis a mí solo, a quien más debéis vuestra clemencia, vuestro cariño! Recordad que soy vuestra creación… yo debería ser vuestro Adán… pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a quien privasteis de la alegría sin ninguna culpa; por todas partes veo una maravillosa felicidad de la cual sólo yo estoy irremediablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado
(Frankenstein: 2014).

Existe una extensa y célebre genealogía de personajes femeninos identificables por su naturaleza de encierro. Semejante característica define la esencia de las protagonistas, puesto que es el motivo por el que las reconocemos en las diferentes obras pictóricas y literarias. En ocasiones, tales personajes son descritos como bestias, monstruos, seres agresivos y violentos que configuran el famoso arquetipo de la mujer loca, también conocido como la loca del ático. No obstante, su presencia e intervención quiebra la trama y el destino del elenco que forma parte de su misma realidad, pero, sobre todo, transforma el sentido y significado que las envuelve.

Este ensayo comparativo tiene como propósito el análisis literario del poema La Dama de Shalott (1833), del autor Alfred Tennyson (1809-1892), así como el estudio pictórico de las distintas interpretaciones de los artistas masculinos de la emblemática Hermandad Prerrafaelita. El objetivo del presente artículo reside en el examen de las esferas públicas -masculina- y privadas -femenina- de la época victoriana en relación al mencionado movimiento artístico. Semejante investigación pretende demostrar con asertiva efectividad la limitada y restringida visión perpetuada por el intelecto masculino respecto a la truncada noción de feminidad de las mujeres artistas. En contraposición, quedará argumentado y evidenciado cómo la perspectiva femenina quiebra en su reinvención artística el arquetipo creado por la corriente prerrafaelita mediante el sublime ingenio, talento y opinión crítica de la poeta y pintora Elizabeth Eleanor Siddall.

El sauce palidece, tiembla el álamo,
cae en sombras la brisa, y se estremece
en esa ola que corre sin cesar
a orillas de la isla por el río
que fluye descendiendo a Camelot.
Cuatro muros y cuatro torres grises
dominan un lugar lleno de flores,
y en la isla silenciosa vive oculta
la Dama de Shalott.
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

The Lady of Shalott, de John Atkinson Grimshaw

En la introducción del poema se realiza la primera alusión a las cualidades victorianas de la inocencia y la castidad femeninas. Las personalidades femeninas que descienden de la herencia de la heroína confinada carecen de nombre y son repudiadas por la sociedad a la que pertenecen. Viven excluidas de un mundo cuya base fue erigida por los marcados e intransigentes roles de género que acometieron atarlas a la abusiva esfera doméstica.

Considero crucial esclarecer que el origen de la feminidad victoriana es producto de una construcción socioeconómica y religiosa. Un esquema ético de virtudes y facultades establecido para ser comprendido como aquello que es aceptable y deseable en la mujer de la época. Este catálogo fundamentaba la austeridad, el pudor, la obediencia, el retraimiento y la fragilidad de carácter como algunos de los atributos encargados de idealizar la afligida figura de la doncella y esposa ideal. Primeramente, la significativa influencia impulsada por el movimiento evangélico y la tenaz y precisa lectura de las Sagradas Escrituras situó a la mujer en una subyugada posición de inferioridad y servilismo respecto a la otra mitad de la humanidad. Los personajes femeninos que hayamos en los mencionados relatos -confinantes y en próximas generaciones míticos- son elementalmente descritos como criminales absolutos y responsables del pecado original.

Lady of Shalott, de Arthur Hughes

En consecuencia, la mujer queda sujeta al íntimo ámbito privado del hogar, en cual se vela por la decente apariencia de la pureza y la continencia, pues es el lugar reservado para el cuidado de la maternidad, el silencio y virginidad femeninos. Y es que la prototípica e irreal aspiración de dicha «cortesía» consiste en representar el concepto del ángel del hogar -noción imaginada por la autora británica feminista Virginia Woolf (1882-1941). Es decir, permanecer alejadas de la esfera pública reservada al varón y cabeza de familia, exclusivamente entregadas a las domésticas labores del hogar; entre ellas, educar a los hijos y regentar la morada familiar. Además, era crucial reflejar una conducta sumisa, callada y de apocamiento con la que atender las necesidades del marido. De este modo, las esposas y madres consagraron sus desmedidos esfuerzos en alcanzar la canonizada imagen clasista del perfecto y ejemplar núcleo victoriano.

Allí está ella, que teje noche y día
una mágica tela de colores.
Ha escuchado un susurro que le anuncia
que alguna horrible maldición le aguarda
si mira en dirección a Camelot.
No sabe qué será el encantamiento,
y así sigue tejiendo sin parar,
y ya sólo de eso se preocupa
la Dama de Shalott.

Y moviéndose en un límpido espejo
que está delante de ella todo el año,
se aparecen del mundo las tinieblas.
Allí ve la cercana carretera
que abajo serpea hasta Camelot:
allí gira del río el remolino,
y allí los más cerriles aldeanos
y las capas encarnadas de las mozas
pasan junto a Shalott.
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

Cansada estoy de las sombras, dijo la Dama de Shalott (1915), de John William Waterhouse

Al margen de lo expresado, se promulga la dualidad del comportamiento femenino, lo que implica que la arquetípica silueta del ángel del hogar puede ser sustituida por su oponente; la mujer caída. O más comúnmente reconocible en la esfera artística como femme fatale. Las mujeres fatales -ampliamente representadas y admiradas por los pintores de la Hermandad Prerrafaelita– son precisamente quienes terminan por destruir la sesgada y manipulada realidad en la que cohabitan con el objetivo de liberarse del orden patriarcal que las esclaviza. Mas la fortuna de este tipo de personalidad se consuma por medio de un desafío ancestral y social, tras la muerte. Esto se debe a que las heroínas que osan cuestionar los cometidos de su clase, las normas impuestas por la época en la que se encuentran y las pautas de conducta establecidas por la misma terminan entregándose voluntariamente o por catástrofe a la eternidad.

Como he indicado con anterioridad, el ilustre tema de este ensayo y de gran parte del arte del siglo XIX es el aislamiento femenino. Una reclusión que siempre es ineludible e impuesta por protagonistas decididas e inmunes. La Dama de Shalott, figura inspirada en la leyenda artúrica de Elaine de Astolat (siglo XIII), encaja a la perfección como paradigma del encarcelamiento femenino. Nuestra heroína reside en el interior de una torre aislada del mundo exterior. Su cometido consiste en bordar día y noche, como lo hiciera Penélope en la Odisea (siglo VIII a.C.), bajo pena de una acechante maldición. Tal es el precio que debe pagar como mujer de la época victoriana, es decir, está obligada por nacimiento a desempeñar ocupaciones domésticas sin descanso callada y olvidada. Sin embargo, el castigo que supone abandonar su espacio y esfera es sufrir las consecuencias de una desconocida pero abominable mortificación. Lo que el siglo XIX comunica a las Damas de Shalott es que deben resignarse a vivir enjauladas para evitar la caída. Las mujeres del período victoriano ambicionaban encarnar la personificación ideal que implicaba la castidad, la modestia y la insignificancia. Miles de Damas de Shalott se abandonaron a una existencia aislada de la polis, escondidas gracias a los dominantes pero asfixiantes muros de sus torres y terrores personales. Miles de Damas de Shalott se conformaron con observar en la superficie de sus espejos mágicos las sombrías tinieblas de un mundo que jamás conocerían en primera persona. Miles de Damas de Shalott se enamoraron de un exterior que no estaba preparado para el ruido y la sensatez de tantas voces amordazadas. A cambio, se les prometió el deseo, la protección y el afecto como seres humanos socialmente pasivos y espiritualmente respetables.

The Lady of Shalott, de George Edward Robertson

La amenaza de semejante figura femenina es que la huida conlleva la muerte. A las mujeres se les inculcó que no debían huir de sus moradas particulares, ya que el mundo no las respetaría ni aceptaría, como tampoco podrían valerse por sí mismas. La condenación de la Dama de Shalott es el aniquilamiento instantáneo de su alma, puesto que en el momento en el que osa escaparse y abrazar el anhelo de independencia, los versos del poeta relatan su trágica, tramada y hermosa muerte. Las mujeres de Shalott fueron educadas para temer las pasiones y tentaciones mundanas. El poema del dramaturgo inglés Alfred Tennyson plantea múltiples lecturas llenas de riqueza e interpretación simbólica, mas una de éstas narra lo que les sucede a las heroínas que se arriesgan a romper las fronteras de género. En definitiva, el hilo del destino de dichos personajes femeninos activos y valerosos tenderá a ser rasgado por las terroríficas e inevitables cuchillas de las Moiras.

Por otro lado, el encierro porta la connotación de la sexualidad femenina. O más bien, de las ansiedades provocadas por la opresión de la sexualidad de las heroínas atrapadas. Rememoro que la sociedad victoriana exaltaba la castidad, la pureza, el candor y la ingenuidad como virtudes solemnes que toda «buena mujer» debía resguardar y garantizar. El modo que la esfera masculina tenía de preservar semejantes condiciones era encerrándolas. Coexistían confinadas con el propósito de cuidar su virginidad o debido a que habían mostrado inclinaciones y un activo apetito sexual. Algunos de los ejemplos más conocidos de la literatura universal los descubrimos en Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, La dama de blanco (1860), de Wilkie Collins, Grandes esperanzas (1861), de Charles Dickens, El secreto de Lady Audley (1862), de Mary Elizabeth Braddon, El papel pintado amarillo (1892), de Charlotte Perkins Gilman y Ancho mar de los Sargazos (1966), de Jean Rhys. En definitiva, el aislamiento es una metáfora que simboliza las cadenas que condenan la libertad femenina.

Pero aún ella goza cuando teje
las mágicas visiones del espejo:
a menudo en las noches silenciosas
un funeral con velas y penachos
con su música iba a Camelot;
o cuando estaba la luna en el cielo
venían dos amantes ya casados.
«Harta estoy de tinieblas», se decía
la Dama de Shalott.

A un tiro de flecha de su alero
cabalgaba él en medio de las mieses:
venía el sol brillando entre las hojas,
llameando en las broncíneas grebas
del audaz y valiente Lanzarote.
Un cruzado por siempre de rodillas
ante una dama fulgía en su escudo
por los remotos campos amarillos
cercanos a Shalott.
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

The Lady of Shalott, de W. E. F. Britten

La naturaleza de nuestra Dama de Shalott personifica con sublime excelencia el ángel caído redentor de su tiempo. La temática medievalista que la individualiza atrajo a los artistas victorianos que se sublevaron contra su misma escuela y academia, siendo recordados como sacerdotes de la religión del arte. Opino que el arte prerrafaelita es a día de hoy una de las mayores expresiones místicas y oníricas posibles de la obra artística.

En el ámbito, entendimiento y percepción masculina, hallamos al insigne pintor y brillante poeta Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), quien comprendía la identidad y complexión femeninas como la propia encarnación del arte. Esto significa que, en su traducción pictórica, la modelo simboliza la más excelsa y noble representación de la divinidad en la tierra. Una bendita revelación que utiliza la obra de arte como sólido y mundano catalizador capaz de capturar su ostentación. Por ello, el pintor creador es interpretado como visionario, profeta y mecenas de tan sublime comunicación espiritual, pues gracias a su inhumano intelecto y talentosa mano, acerca al resto de los mortales un pedazo de divinidad.

Artista desconocido

Tal y como resulta evidente al contemplar algunas de sus célebres pinturas, las mujeres rossettianas se convierten en los sagrados iconos pertenecientes a una innovadora religión que adora la hermosura. El reflejo de la belleza extasiada mediante relatos míticos, fábulas, temas, tópicos literarios y figuras bíblicas y medievales es lo que desencadena el anhelado acercamiento celestial. Para un artista tan excéntrico como ascético como lo fue Rossetti, el único amor verdadero es aquel que es alcanzado por medio del sufrimiento. El dolor y la pérdida son los alicientes que demuestran la existencia de ese inaccesible amor. La amante, la mujer, la modelo y el amor son sinónimos en el exaltado lenguaje del poeta. El amor es deseado porque es irrealizable en el plano de nuestra existencia. Al igual que indicó el autor italiano por excelencia, Dante Alighieri (1265,1321), -figura en el que el prerrafaelita inspirara su absoluta teoría mística- la deificada veneración romántica solo puede ser obtenida al cruzar el umbral de la muerte. Un amor tan puro, definitivo, omnipotente y categórico no tiene razón de ser en vida. En suma, la sinestesia pictórica y literaria debe armonizar la belleza física con su equiparable espiritual. Por su parte, el martirio y la desesperación nos permitirán entrever la imagen de ese amor abatido y extenuado. La modelo y la amante son sus ángeles y la inflamación que infunde y sugiere dicha agitación anímica, pero solo la muerte, la no forma, será capaz de unir lo que la efimeridad separa.

La primera de las cuales era que muchas veces lamentábame yo, cuando mi memoria empujaba a la fantasía a imaginar lo que Amor me causaba. La segunda que Amor muchas veces de improviso me asaltaba tan fuertemente, que no me restaba más vida sino un pensamiento que hablaba de esta mujer. La tercera que cuando esta batalla de Amor me combatía del tal modo, yo casi descolorido me movía enteramente para ver a esta mujer, creyendo que su contemplación me defendiese de esta batalla, olvidando aquello que por aproximarme a tanta gentileza me acontecía. La cuarta era cómo tal contemplación no solamente no me defendía, sino que hasta el fondo derrotaba mi poca vida
(Vida nueva: 2018).

The Lady of Shalott (Moxon Tennyson) (1857), de Dante Gabriel Rossetti

En el concreto caso que nos concierne, y que estudiaré en profundidad en la segunda parte de este artículo, Dante Gabriel Rossetti concebía en su musa predilecta, esposa y excelente artista, Elizabeth Eleanor Siddall (1829-1862), sus fantasías masculinas y ensueños del inconsciente. El pintor prerrafaelita recreó de manera obsesiva la unión de la inocencia con la culpabilidad, el deseo en constante rivalidad con la virtud y la eterna batalla entre la fuerza de la belleza sobrenatural con la fragilidad inherente de la moda victoriana. El artista plasmó la más extrema definición de pureza virginal manchada por la insurgente e inexorable presencia de la mujer fatal. Las modelos prerrafaelitas son hermosamente delicadas a la par que destructivas e indómitas. Además, el erotismo es una de las características más importantes y cruciales de su ingeniosa composición artística. Una volcánica sensualidad que las glorifica libertándolas, a la vez que complace la anhelante, aunque socioeconómicamente inflexible mirada masculina.

Su clara frente al sol resplandecía,
montado en su corcel de hermosos cascos;
pendían de debajo de su yelmo
sus bucles que eran negros cual tizones
mientras él cabalgaba a Camelot.
Al pasar por la orilla y junto al río
brillaba en el espejo de cristal.
«Tiroliro», por la margen del río
cantaba Lanzarote.

Ella dejó el paño, dejó el telar,
a través de la estancia dio tres pasos,
vio que su lirio de agua florecía,
contempló el yelmo y contempló la pluma,
dirigió su mirada a Camelot.
Salió volando el hilo por los aires,
de lado a lado se quebró el espejo.
«Es ésta ya la maldición», gritó
la Dama de Shalott.
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

The Lady of Shalott, de William Holman Hunt

Como queda reflejado en los versos del poema, la Dama de Shalott compone en su telar las sombras del mundo exterior que capta a través de un espejo encantado. Cose insaciablemente el contorno de las montañas, los caminos por los que nunca transitará, plasma a los caballeros de la mesa redonda cabalgando hacia Camelot, reconoce a Ginebra y es partícipe de un romance e idilio al que tampoco corresponde. La joven es consciente de que no encaja en la realidad, y, en consecuencia, no se representa a ella misma en su creación artística. A pesar de ser este objeto un espejo y a pesar de su corporeidad, ella no existe en el mundo de los hombres. Las críticas y teóricas de literatura Susan Gubar y Sandra Gilbert sugieren en su obra The Madwoman in the Attic (1979) que el efecto provocado por los objetos maravillosos como los espejos mágicos simbolizan las voces heredadas del patriarcado que decretan los deseos sobre la identidad de las mujeres. Semejante idea la encontramos en las siguientes líneas del cuento popular recopilado por los hermanos Grimm, Blancanieves (1812), en el cual se debate el conflicto de la juventud y la belleza, pero, por encima de todo, la aprobación social y masculina.

No obstante, la Dama de Shalott decide aniquilar las ataduras que la someten y escapa de la torre. Se muestra inquieta por la maldición que se cierne sobre ella, pero no se rinde a su oscuridad. Al desaparecer la personificación del ángel del hogar y de la esfera doméstica, se produce una conversión y un desdoblamiento de la identidad femenina, debido a que dicha imagen se ve alterada por la caída en desgracia del ideal victoriano. De este modo obtenemos la antítesis y a la antagonista de la sublimidad doméstica, la célebre mujer caída o femme fatale. El desenlace del atrevimiento e insurrección de la protagonista principal culmina en una anticipada y catártica tragedia.

Al soplo huracanado del levante,
los bosques sin color languidecían;
las aguas lamentábanse en la orilla;
con un cielo plomizo y bajo, estaba
lloviendo en Camelot la de las torres.
Ella descendió y encontró una barca
bajo un sauce flotando entre las aguas,
y en torno de la proa dejó escrito
La Dama de Shalott.

Y a través de la niebla, río abajo,
cual temerario vidente en un trance
que ve todos sus propios infortunios,
vidriada la expresión de su semblante,
dirigió su mirada a Camelot.
Y luego, a la caída de la tarde,
retiró la cadena y se tendió;
muy lejos la arrastró el ancho caudal,
la Dama de Shalott.
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

The Lady of Shalott, de W. M Egley

Como hemos podido comprobar, en la poesía yacen dos esferas de género; la femenina de confinamiento y la terrenal masculina. El autor insiste en tal crucial y perversa separación dando muerte a su heroína en las aguas de camino a la legendaria ciudad medieval de Camelot. Un final similar fue el de Ofelia en Hamlet (1603) del dramaturgo William Shakespeare (1564-1616), la cual pereció ahogada por el dolor del mundo de hombres.

Una de las reflexiones esenciales del poema es que la Dama de Shalott opta por el suicidio, pues es el único aspecto de su existencia que logra controlar y poseer. La descendiente de Elaine de Astolat antepone dejar de ser. Escoge ser libre del aislamiento doméstico impuesto por la época victoriana, aun cuando dicha elección supone una muerte segura e ineludible.

Por otra parte, se perpetúa el concepto del ideal victoriano de la feminidad tras el fallecimiento de la heroína, debido a que en su apariencia, constitución y postura póstumas se le atribuyen las facultades tradicionales que la reducen a objeto estético. Los caballeros del ciclo artúrico, y en concreto Lancelot, aluden a la belleza del rostro cadavérico del personaje femenino y a la elegancia y honra que desprende su porte. La Dama de Shalott sucumbe en la barca durante la breve travesía hacia Camelot, encarnando en su quietud, ruina y hermosura póstuma, el motivo literario de la Bella Durmiente. Es decir, la fascinación por la idea de la belleza de la muerte, de la muerte intacta por el abandono prematuro del alma. Siendo únicamente admirada como objeto estético.

Oyeron un himno doliente y sacro
cantado en alto, cantado quedamente,
hasta que se heló su sangre despacio
y sus ojos se nublaron del todo
vueltos a Camelot la de las torres.
Cuando llegaba ya con la corriente
a la primera casa junto al agua,
cantando su canción, ella murió,
la Dama de Shalott.

¿Quién es ésta? ¿Y qué es lo que hace aquí?
Y en el cercano palacio encendido
se extinguió la alegría cortesana,
y llenos de temor se santiguaron
en Camelot los caballeros todos.
Pero quedó pensativo Lanzarote;
luego dijo: «Tiene un rostro hermoso;
que Dios se apiade de ella, en su clemencia,
la Dama de Shalott».
(La Dama de Shalott y otros poemas: 2002).

En conclusión a este primer apartado del ensayo, me gustaría y me atrevo a clasificar como tema principal de esta poesía la autonomía y emancipación femeninas. A pesar del martirio e imposibilidades sufridas, como lectores somos testigos de cómo la protagonista se salva a sí misma. Somos partícipes de la defensa de su identidad y de la extenuante lucha contra los términos levantados por una sociedad limitada y cruel. La Dama de Shalott actúa valerosa contra un siglo que la ambiciona encerrada, fugándose del espacio de confinamiento y adentrándose en un mundo nuevo por voluntad y derecho propios.

LA DAMA DE SHALOTT NO ES LA PRIMERA HEROÍNA ATRAPADA (Parte II)