LA REBELIÓN DE LOS PAÑUELOS

  • La primera marcha de las Madres de Plaza de Mayo |

Habían recorrido desde comisarías hasta morgues. En las iglesias, los curas que sabían bien lo que estaba pasando les pedían paciencia, que aguantaran un poco más, que no desesperaran y que tuvieran fe. Los medios de prensa hablaban a los cuatro vientos de una nueva Argentina, que lo que ocurría era la total normalidad, y la gente decente juraba que, si no estabas en nada raro, no pasaba nada. Era 1977, y con un año ya cumplido del golpe, las madres recorrían las calles buscando a sus hijos e hijas. Sin embargo, poco a poco, empezaban a comprender que sus esfuerzos individuales no eran nada contra la maquinaria del terrorismo de Estado.

En aquellos tiempos, una carta del periodista Rodolfo Walsh denunciaba que se estaba torturando en centros clandestinos con métodos medievales: «Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror». En ese contexto, muchas madres empezaron a encontrarse tras circular una y otra vez por los mismos lugares y recibir las mismas respuestas. Al ver que lo único que obtenían a cambio eran mentiras, un día, dijeron basta. Había que construir una resistencia que les diera visibilidad.

La historia cuenta que, en tiempos de aislamiento y terror, Azucena Villaflor propuso a otro grupo de madres organizarse. El lugar elegido era la Plaza de Mayo; el día, 30 de abril. Serán 14 madres, 14 mujeres, a solas frente a la Casa de Gobierno de un país que vivía sumido en un estado de sitio constante. En esos tiempos, los militares sostenían que cualquier reunión podía ser considerada potencialmente subversiva. Fue así que, soportando que los represores las intimidaran y escuchando una orden que decía «circulen, no se pueden quedar acá», ellas se pusieron de pie y caminaron. No se fueron, solo marcharon en círculos alrededor del monumento a Belgrano y en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Y así lo hicieron cada jueves de cada semana, de cada mes, de cada año. En la mismísima cara de la junta dictatorial más sádica del continente y llevando solamente un pañuelo blanco en la cabeza. Mientras gran parte de la sociedad prefería mirar para otro lado, los uniformados le respondían a la prensa extranjera que no eran más que unas locas que buscaban a gente que no existía. La prensa hegemónica, mucha de la que hoy es referencia y goza de privilegios, seguía al pie de la letra el guion de los genocidas. Cuando el ruido ya era muy fuerte, la dictadura ordenaría desaparecerlas. Soñaron callarlas para siempre. Pero, lejos de amedrentarse, siguieron creciendo: si detenían a una, iban todas; si le pedían documento a una, lo daban todas. “Todos los desaparecidos son nuestros hijos”, dijo Azucena alguna vez. La lucha de esas «locas» continuó abriéndose paso mientras quienes nunca hicieron nada siguen bufando y mirándolas con indignación. Esas madres que, hoy, son la bandera y el ejemplo de miles.

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