Por Facundo Sinatra Soukoyan |
Nació en San Martín de Los Andes, se crió en Córdoba, estudió medicina en Cuba y dejó su vida en el lejano Kurdistán con la convicción de que otro mundo es posible. A cinco años de su ausencia física, esta es la historia de la internacionalista Alina Sánchez, relatada desde un cálido encuentro con su madre.
Llegar
Patricia Gregorini vive en lo alto de Villa Giardino, ciudad que vio crecer a Alina. Su contexto es maravillosamente rural. La naturaleza desborda y el calor de febrero en el valle de Punilla se hace sentir. Hacía meses que me había puesto en contacto, quería conversar sobre Alina y ella era una pieza clave en esta historia. «Teníamos una relación muy cercana, nos pensábamos la una a la otra constantemente», me cuenta Patricia.
Antes de sentarnos a matear, con el sol entrando por la ventana de la casa, le comento que había pasado por la plaza del Sol de Giardino, esa que queda del otro lado de la ruta, y donde hay una placa de madera tallada que la recuerda. Le leo la frase y se ríe asintiendo con la cabeza mientras la repite: «En el principio fue acción». «Es que Alina era eso, acción. La pinta tal cual es», aclara.
Cuando conocí la historia de Alina me sentí conmovido e interpelado. Eran muchos los puntos de conexión que se tejían. Nuestras edades similares, una estadía en Chiapas al mismo tiempo, el Kurdistán como territorio también considerado dentro de la Armenia Histórica y de la cual vienen mis abuelos maternos y varias personas con historias muy fuertes en común.
Sin embargo, una de las cosas que más me atrapó fue su entrega total para con la causa, su internacionalismo, su altruismo, su compromiso. Aquella piba que tenía todo para estar tranquila respetando el statu quo esperable para la clase media, por el contrario, elige la acción, elige dejarse abrazar por su «magma» y entregar sus conocimientos a una lucha en el otro lado del mundo.
Alina
Alina nació en San Martín de Los Andes un 4 de septiembre de 1986 y es la tercera de cuatro hermanos. Patricia recalca que «según el horóscopo chino Alina es tigre de fuego, es re fuerte, lo dice todo» y, seguramente, sea esta figura oriental la que acompañe su acción durante la vida.
A los 9 años de Alina, la familia se traslada a Costa Rica, con una intención de cambiar algunas cuestiones de la vida. La mudanza no prospera y en menos de un año están de regreso en la Argentina, afincándose en La Falda. Ya separada de su padre, su madre opta por vivir en Villa Giardino, donde comienzan la construcción de su futura vivienda. Alina entonces inicia sus estudios secundarios en lo que sería su nueva ciudad. Para cuando se mudan, su figura comienza a trascender: «Yo era la madre de Alina, no existía en Giardino, la conocida era ella», rememora Patricia.
«En la infancia Alina era una nena totalmente feliz. Pero en la adolescencia hubo un periodo medio dark. Yo le decía que la violencia era el amor no canalizado, porque en esa época estaba así como explosiva, violencia en el sentido de estar caótica, y yo creo que era porque ella no encontraba el lugar en donde poner su energía», comenta su madre.
Por aquellos días Alina salía al campo con sus amigos y se tiraban a mirar las estrellas durante largas horas. Tenía muchos amigos varones y algún grado de inocencia que generaba malos entendidos. Sin embargo, también tuvo parejas, parejas erráticas, de encuentros y desencuentros, en donde siempre primaba el amor más allá del vínculo. «Alina alguna vez me dijo que no quería tener hijos, que era egoísta tener hijos propios cuando tenía un montón de hijos, para ella su compromiso era con la gente en general, no con alguien en particular».
El fin de la secundaria la pone en jaque mirando al futuro, y le pide a su madre dinero para viajar a conocer las Cataratas. El viaje estaba planeado con una primera parada en Rosario, en la casa de una amiga familiar, para luego seguir la ruta. Ya en Rosario hace dedo y nunca llega a Cataratas, sino que sube a un camión que va a repartir carne al Chaco. Los ¿azares? de la vida hacen que un fallido viaje se convierta en un primer gran aprendizaje. «Ella los acompañó en todo el viaje y, siendo muy chica, se conectó con gente muy humilde, hay muchas anécdotas, de que se sentaba en el piso y abrazaba a los chicos sin problema. Algo ahí estaba madurando».
La elección de estudiar Antropología sorprende, pero Alina parece convencida y su familia la acompaña. Sin embargo, al poco tiempo un nuevo ¿azar? se cruza en el camino. Un docente le ofrece una beca para ir a estudiar medicina en Cuba. «Ma, ¿qué hago? ¡Me tengo que ir en 15 días! Y yo la alenté para ir, porque veía que ella igual con antropología no terminaba de… es como que le seguía sobrando energía». Y allá fue Alina tras ese nuevo desafío a tierras cubanas.
«Y se re enganchó. Es más, yo siempre me sorprendía porque una vez ella me dijo que en realidad quería estudiar Medicina, pero pensó que no le iba a dar la cabeza. Una cosa ridícula porque ella era re inteligente, imaginate que se recibió con medalla de honor».
Toda esa energía fue canalizándose. En Cuba tenía una participación enorme, ya que, aparte del estudio, estaba en un centro donde organizaba eventos con diferentes responsabilidades. Cuando llegó a la isla estuvo en Pinar del Río y luego en Camagüey, donde su madre pudo visitarla y comprobar todas estas tareas que había asumido en tan poco tiempo. Al mismo tiempo Cuba ayudó a que su mirada política se fuera ampliando cada vez más, comenzó a transformar la simple pulsión de ayudar al prójimo en una mirada de contexto social inmersa en un proceso revolucionario.
En los recesos de verano Alina volvía a Córdoba, pasaba tiempo con su familia y disfrutaba de la vida en el monte. Sin embargo, en el verano de 2011, se vio tentada a viajar a Cancún con el afán de juntar algo de dinero en una ciudad en las antípodas de lo que venía madurando en ella. Patricia recuerda que no duró ni dos semanas, se fue espantada del trabajo esclavo y de la vida en ese balneario hiper explotado.
Estando en México se relacionó con unos catalanes que participaban en una organización de apoyo vinculada con el zapatismo. Se quedó con ellos y este otro ¿azar? hizo que llegara pronto a tierras chiapanecas, donde participó activamente de una gran manifestación por Centroamérica para luego quedar en Chiapas varios meses, tomando contacto directo con esta otra experiencia de transformación social.
«Este año no se si voy a poder volver a Cuba, me parece que me voy a Europa», le confesó Alina a su madre. Y allá fue con la organización catalana a Barcelona, aprovechando para cambiar un poco de aire. Sin embargo, al poco tiempo sentía que algo no cerraba, no era lo que Alina esperaba. Es probable que el choque con las formas y maneras de cierta militancia europea no la hayan convencido, y así fue que siguió viaje un tanto decepcionada. Pensaba irse a Calcuta, le atraía algo de lo que sucedía alrededor de la Madre Teresa y, estando por Europa, parecía que el plan era mucho más posible.
Viajó a Alemania donde transitó errática viviendo algunas noches en la calle (algo que Patricia supo con el tiempo) y ya en Hamburgo intentó viajar sin éxito a la India. «Hubo algún lío de papeles, alguna cuestión burocrática y no la dejaron subir al avión». En ese mismo aeropuerto y por otro ¿azar? conoció gente del movimiento kurdo.
En el último contacto que Patricia tuvo con Alina, ella le pedía que la mirara, una práctica común entre madre e hija. «Mirar al otro es cerrar los ojos y visualizarla, y yo la veía en un lugar desértico, árido, un poco como es esta zona, en una casa barriendo el patio y solo mujeres. Para mi estaba en la India, hasta que con el tiempo ella me blanqueó que no había ido a la India y que estaba en Kurdistán, y bueno, lo que yo veía era eso porque así es el territorio».
Aquel primer contacto que duró poco más de un mes transformó completamente a Alina, que se enamoró de la lucha del pueblo kurdo. Quería quedarse, pero le aconsejaron que lo mejor era terminar sus estudios y volver. Con este ímpetu, y con el objetivo claro, volvió a Cuba. Mientras completaba sus estudios ya se encontraba vinculada con el movimiento y se iba preparando para su regreso.
Legerin Ciya
En 2014 Alina emprende definitivamente su marcha al Kurdistán donde rápidamente comienza a desarrollar sus conocimientos en medicina aplicándolos al pueblo, pensando en una medicina liberadora, no occidentalizada, una medicina autónoma que sirva al pueblo y que no sea la medicina la que se sirva de él.
Parte de asumir este rol activo en el movimiento fue elegir un nombre en kurdo que la representara. «Al principio se puso Legerin Asadi, que es buscadora de la libertad. Pero después se ve que se dio cuenta que la libertad ya estaba en ella desde su crianza y se lo cambió a Legerin Ciya, que significa buscadora de la verdad. Este nombre la pinta a ella, a su crianza y a su tarea», recuerda Patricia.
Alina, que de ahora en más será Legerin para todos y, sobre todo, para ella, se la pasará viajando de una zona a otra, organizando reuniones, armando programas de estudio, levantando hospitales, todo esto en un contexto de guerra constante.
Su familia, a la distancia, estaba siempre alerta y en muchas ocasiones el miedo los invadía. A veces a su padre, que ante determinadas noticias le pedía a la madre (con quien siempre mantenía comunicación) que le hablara y la convenciera de volverse. En otras ocasiones no era solo el miedo sino la bronca que algunos sentían, algo así como una elección egoísta o innecesaria. «Teniendo tantos lugares mucho más cerca donde ayudar». Patricia inclusive muchas veces le pedía a Alina que no le contara todo, como aquella vez que le relató los bombardeos de ISIS, «ahí nomás, del otro lado del río». Legerin entendía los reclamos, pero lo dejaba muy claro: «Yo no elegí estar acá, esto me eligió a mí».
Aquel sábado 17 de marzo la familia estaba reunida en un cumpleaños y el padre de Alina aprovechaba el encuentro para transmitirle una vez más su preocupación a Patricia. Sin embargo, ella, que había tenido un fuerte sueño semanas atrás, no se sumó al temor.
Al pasar las horas decidió mandar un mensaje a un compañero de Alina que servía de mensajero cuando Legerin no podía recibir mensajes por no tener señal. Aquel le dijo que su hija estaba viajando y que cuando tuviera novedades le iba a transmitir el mensaje. Patricia no notó nada raro en aquella respuesta, sin embargo, aquel sueño y la preocupación del padre la dejaron intranquila.
El martes Patricia había salido y, al regresar a su casa, se encontró con muchas personas. Fue divisando sus caras y recordó lo que horas antes le había pasado a su perra Vini, que atacada ferozmente por unos perros salvó su vida de milagro. Recordó también aquel fuerte sueño donde no lograba salvar a Alina de una situación complicada. Patricia recordó cada una de esas señales y vio las caras. No tuvo que preguntar nada. Sus piernas se desvanecían. Ya había entendido todo.
Legerin Ciya se había ido físicamente de este mundo aquel sábado 17 del cumpleaños familiar. Un accidente de tránsito en plena ruta terminó sus días abruptamente, pero no postergó su legado y su enseñanza. Cuando Patricia viajó a Kurdistán a enterrar a su hija, no podía creer todo lo que había hecho Alina. Ella siempre humildemente contaba que «estaba ayudando», nunca la titánica tarea que en pocos años había logrado. Inclusive un hospital, en cuya creación ella participó activamente, fue un bastión ante un avance del ejército turco sobre tierras kurdas, y fue lo último que quedó en pie. El hospital lleva su nombre y tiene su cara.
Partir
Llevamos casi tres horas de charla en la casa de Patricia, primero con mates y luego caminando por el monte. El recuerdo de Alina, en boca y corazón de su madre, es luminoso, no da lugar a la tristeza, es todo esperanza. «Este lugar para mí era un lugar para Alina, yo me quería venir a vivir acá, pero siempre sintiendo que este lugar tenía mucho que ver con Alina y con la fantasía de que en algún momento ella viniera. Por suerte Alina vio la casa terminada, ese otoño de 2017 que juntamos hongos e hizo unas empanadas de hongos recién cosechados de un pinar que hay por allá, y bueno, fue como todo un ritual con Juan, su hermano menor, algo muy lindo».
Y este lugar que relata Patricia será el lugar de Alina por siempre, ya que su madre donó una gran porción de tierra de su terreno con el fin de construir un centro comunitario donde se aprenda salud popular, educación popular y se trabaje en la defensa y el respeto hacia la mujer, «todas cosas por las que ella apostaría».
Alina vino a quedarse una vez más por aquí, por estas tierras de Villa Giardino que la vieron crecer, jugar, mirar las estrellas tantas noches y enamorarse. Con ese monte bajito tan parecido al Kurdistán, vino a quedarse, o de alguna manera volvió, porque, como alguna vez le confesó a su madre: «ella estaba juntando experiencia para poder trasladarlo a latinoamericana, ella tenía el proyecto de venir».
Es difícil despedirse de Patricia, no dan ganas. Le agradezco tan maravillosa semblanza y nos sentamos un ratito más a mirar el horizonte. Le cuento mis planes de escribir sobre Alina con la intención de que su memoria y enseñanzas sigan latentes. Me vuelvo despacito desandando el camino. No soy el mismo que llegó. Algo de Legerin se queda en mí.