Por Luciano Colla |
El ejército atravesó la Patagonia cazando huelguistas para preservar los intereses de los terratenientes británicos y argentinos. Cumplida la carnicería, llegaría el momento de disfrutar. El festejo era en el prostíbulo La Catalana, pero los esperaba una sorpresa que no imaginaban.

Esta, podríamos decir, es la historia de cinco mujeres. A su vez, es la de cientos y cientos más que, un día, dijeron basta y se levantaron contra sus patrones. Las protagonistas de este suceso son Consuelo García, Ángela Fortunato, Amalia Rodríguez, María Juliache y Maud Foster, compañeras que se arriesgaron en la más absoluta soledad enfrentando a los soldados que llevaron a cabo la masacre de la Patagonia. Como diría Osvaldo Bayer, ellas serían las artífices de “la única derrota de los vencedores”.
Ese 17 de febrero de 1922, en Puerto San Julián, sin saberlo, escribirían entre las páginas de nuestra historia un capítulo que se recordaría como una victoria en medio de una barbarie. Este acontecimiento que las letras lograron resurgir del olvido es una secuela que brota como un rugido de valentía en medio de un aniquilamiento, de una tragedia que quedaría grabada a fuego como una mancha de vergüenza, un hito que auguraba el devenir de nuestra reciente democracia.
Para recordarlo, viajamos hacia la década del 20. En ese entonces, el ejército argentino, al mando del teniente coronel Héctor Benigno Varela, atravesaba el país de norte a sur. Iban camino a la provincia de Santa Cruz.

MADE IN SANTA CRUZ
El coronel Pedro Viñas Ibarra escribía por aquel entonces que “unos pocos estancieros eran dueños de toda la Patagonia”. Pero, más allá de que tenían el negocio controlado y de que las tierras pertenecían a los grandes favorecidos por la denominada Campaña del Desierto, no todo funcionaba como se esperaba. El fin de la Primera Guerra Mundial había traído consigo algunos inconvenientes dentro del negocio de la lana y el efecto no tardó en llegar a suelo argentino.
Por supuesto, lo que era “crisis” para unos se traducía en miseria para otros. El golpe causado por la merma económica repercutió fuertemente en las clases más bajas de la población, acentuando la condición de extrema pobreza en la que vivían las familias de los obreros. Las jornadas de entre 12 y 16 horas que cumplían no alcanzaban siquiera para cubrir los gastos y la desesperación y el hambre se agudizaban día a día. Algo debía cambiar.
Al frente de la Sociedad Obrera se encontraba un joven anarquista de origen español llamado Antonio Soto. Más conocido como el Gallego Soto, el obrero rural formaba parte de un gran grupo de peones que trabajaban en un inmenso latifundio en lo que, en aquel entonces, era el centro de producción de lana del país. Un día, reuniendo a todos los delegados, se llevó a cabo una asamblea en la que se redactó un pliego que enumeraba lo que entendían como derechos básicos. Tras entregarlo decidieron que, si no eran escuchados, no quedaría otra opción más que la huelga.
La espera no fue larga y, en poco tiempo, se les comunicó que los reclamos eran rechazados. Los estancieros y la Sociedad Rural no querían oír hablar de derechos ni mucho menos de organización obrera. Finalmente, agotadas las instancias, el 1.o de noviembre de 1921 se decretó la huelga general en toda la provincia de Santa Cruz. Era una lucha desigual, pero no parecían existir más opciones.
Días después, a cientos de kilómetros de allí, un ultimátum llegaba a las manos del presidente de la nación, Hipólito Yrigoyen. Era un reclamo de los grandes terratenientes para exigir una reacción inmediata por parte del Estado que pusiera fin a la situación. Por suerte para ellos, estas demandas sí fueron oídas.

DEMOCRACIA EN EL DESIERTO
Probablemente, en casa de Gobierno, hayan recordado aquella carta firmada por el gobernador Correa Falcón un año atrás en la que advertía que “algunos elementos de ideas avanzadas” habían iniciado una campaña “tendiente a subvertir el orden público”. En cierta forma, el tiempo le había dado algo de razón: eso que las clases dominantes entendían como “orden público”, de a poco, comenzaba a verse alterado por quienes eran obligados a fuerza de semiesclavitud a sostener el nivel de vida que le daba “orden” a ese reducido “público”. Había que actuar pronto.
Fue así que, el 10 de noviembre, Yrigoyen dispuso que el coronel Varela y sus tropas arribaran a Río Gallegos para terminar con la huelga o, de ser necesario, con los huelguistas. La recién estrenada democracia comenzaría a trazar el rumbo que marcaría el futuro del país.
Así, el ejército argentino fue manchando la Patagonia con la sangre de los obreros. Uno a uno, los peones iban siendo detenidos y fusilados. Fueron dos meses de persecución, exterminio y traiciones. Cuando la situación ya se tornaba intolerable, el gerente de La Anónima, Mario Mesa, y el peón José Font, alias Facón Grande, acordaron que, si los obreros levantaban la huelga, el ejército les respetaría la vida y se cumplirían las demandas exigidas. Tras una larga pero acelerada asamblea, los peones optaron por aceptar el acuerdo y entregarse. Era decisión de la mayoría.
Por su parte, el Gallego Soto, quien nunca había confiado en la palabra de los militares, decidió retirarse no sin antes advertir a sus compañeros del futuro que les depararía. Pero la suerte estaba echada. Aceptado el trato, no pasaría mucho tiempo antes de que pudieran percatarse de que las predicciones del Gallego eran acertadas. Varela y su gente traicionarían su palabra y fusilarían, por tandas, a todos los obreros.
El último paso del coronel fue rastrillar toda la provincia para terminar de “limpiar” la zona de cualquier huelguista que hubiera quedado vivo. Realizados los deberes, llegaría el turno de festejar.

FOR HE IS A JOLLY GOOD FELLOW
El 1.o de enero de 1922, la Sociedad Rural Argentina se vio envuelta en un efusivo festejo. En medio de una alegría desmesurada y un apoteótico homenaje, los beneficiados por la masacre dedicaron cantos de For he is a jolly good fellow (Porque es un buen compañero) a quien había cumplido con el trabajo que se le había asignado. Alrededor de 1500 peones rurales fueron fusilados y enterrados en fosas comunes. Ahora, lejos de sus precarias viviendas y de sus familias huérfanas, se brindaba con champagne. Un retrato perfecto del sistema reinante.
Unos pocos días después, Dalmiro Sáenz, capitán de fragata, le escribiría un informe al ministro de Marina: “Los estancieros han deseado vivamente que la revuelta sofocara antes del comienzo de la esquila, con muchos fusilamientos para imponer el terror y hacer luego trabajar a sus peonadas con jornales rebajados”. Una cita que evidencia, en gran parte, de qué se trató esta matanza.
Mientras tanto, el diario La Nación expresaba su preocupación por “la aparición de un nuevo peligro: el huelguista malo”. En esas mismas páginas, se preguntarían: “¿Vendrá a sustituir al bandolero? Las noticias hablan de depredaciones que efectúan los peones que no quieren someterse al trabajo regular en la campaña”. Con la labor cumplida, la opinión pública quedaba en manos de la prensa.

LA ÚNICA DERROTA DE LOS ASESINOS
Puerto San Julián, provincia de Santa Cruz. El teniente coronel Varela, ahora ya un tanto más distendido, aguardaba con sus soldados en la costa mientras esperaban la llegada del barco que los llevaría de regreso a Buenos Aires. Era el 17 de febrero de 1922 y consideraba que necesitaban un poco de descanso después de tanto fusilamiento y sangre. Además, no venía nada mal despejar alguna de las imágenes que le rondaban por la cabeza.
Habían sido varias jornadas de trabajo arduo y no habían visto una mujer en semanas, por lo que Varela pensó que sus tropas se merecían un momento de placer. El plan era ir de a tandas a un prostíbulo. Fue así que, tras explicarles a sus soldados cómo se trataba a una prostituta y de darles consejos para evitar agarrarse gonorrea o algún tipo de enfermedad de transmisión sexual, mandó a decir a la dueña del prostíbulo a qué hora enviaría al primer grupo de sus soldados. La idea era que las mujeres se pudieran ir preparando y estuvieran listas para recibir a los nuevos héroes de la patria.
Sin embargo, cuando la primera tanda llegó, se encontró con que el suboficial y doña Rovira conversaban en plena calle. La idea de que algo fuera de los planes estaba ocurriendo invadió a los soldados e, impacientes, aguardaron órdenes. Las sospechas, finalmente, fueron confirmadas por el suboficial: las mujeres se negaban rotundamente a acostarse con los asesinos del pueblo. Además, la dueña afirmaba que no podía obligarlas a hacer lo que ellas no querían.
Este hecho fue tomado como un agravio por los hombres del ejército, quienes, armados como se encontraban, se llenaron de valentía y decidieron entrar en patota y por la fuerza en busca de estas atrevidas mujeres. Pero ocurrió algo que, definitivamente, no esperaban. Frente a ellos, las cinco mujeres que se hallaban en el lugar salieron a su cruce repartiendo palazos y escobazos al grito de “¡Porquerías! ¡Con asesinos no nos acostamos!”.
Inmediatamente, los valerosos soldados recularon sorprendidos e intentaron esquivar los golpes que les llovían de todas partes. El retroceso los terminó dejando, una vez más, del otro lado de la vereda. La palabra asesinos retumbaba en sus mentes mientras los tildaban de “cabrones malparidos”. El mensaje era claro: con los verdugos del pueblo, no se acostarían.
Derrotados y desbordados de bronca, decidieron retirarse con la cabeza gacha a emborracharse en algún bar. Luego, el protocolo policial denunciaría que los soldados recibieron, además, “otros insultos obscenos propios de mujerzuelas”.

LOS CUERPOS
Con el festejo ya arruinado, y aún atónitos por lo que había ocurrido, las autoridades de San Julián decidieron intervenir. Fue el comisario quien haría detener a estas cinco mujeres, ordenando que se las encerrara en un calabozo. No se iba a permitir que se insultara de ese modo al uniforme de la patria ni mucho menos a un grupo de héroes que combatieron contra los huelguistas de ideas extranjerizantes.
Para decidir qué sería del futuro de ellas, se resolvió consultar al teniente primero David S. Aguirre, hombre a cargo de la guarnición militar. Pero, para sorpresa de todos, Aguirre prefirió mantener el tema en silencio, evitar escándalos que dejaran peor parados a los soldados y dejar a las detenidas en libertad. Mejor callar este hecho que tener que esquivar lo que se entendía como una humillación. Al fin y al cabo, solo se trataba de un grupo de mujerzuelas.
Poco y nada se sabe sobre qué fue de la vida de las cinco mujeres de San Julián. Tras ser obligadas a partir del pueblo, se les perdió el rastro. Solo Maud logró regresar muchos años después. En el momento en el que los uniformados cruzaron la calle, y el destino pendía de una fina cuerda, nadie se puso de su lado: ni los músicos que se encontraban presentes en la residencia, ni los hombres que vieron cómo las detenían, ni tampoco las mujeres “de bien” que las observaban con desprecio y rechazo. Faltaría mucho tiempo para que la historia las reconociera como quienes se enfrentaron, solas y desde el total anonimato, a un grupo de hombres armados y con aval legal para disparar.
Hoy, el establecimiento donde funcionó La Catalana sigue en pie. No lo acompaña ninguna placa ni cartel que inmortalice este suceso. Solamente la gente de la zona lo recuerda y aprovecha para transmitirlo a quienes pasen por el lugar. Como se sabe, la historia oficial la escribieron los que ganaron; pero después está la otra, la verdadera, la que escribe y rememora el pueblo. Estas páginas quisieron ser borradas al igual que las de los peones fusilados, que nunca recibieron un reconocimiento ni acto de justicia por parte de los mandos gobernantes.
Como dijo Osvaldo Bayer, “jamás creció una flor en las tumbas masivas de los fusilados”, de esos “caídos por la livertá”. Sus cuerpos están tapados por el silencio. La única flor que sí creció en esta historia, para transformarse en un hito de dignidad en tiempos de crueldad, es la que sembraron estas cinco mujeres. Fueron ellas, solas, aquel 17 de febrero de 1922, en San Julián.

*Artículo publicado en revista Livertá! edición enero-febrero 2019