Por Luciano Colla | Eratóstenes, ciencia y terraplanismo |

Sobre el escritorio se extendía un pergamino. Lo había encontrado casi de casualidad, entre los libros de su biblioteca, mientras recolectaba información para un nuevo estudio. En ese instante, como si de alguna manera hubiera podido suponer lo que se estaba por desencadenar, decidió abandonar su búsqueda original, corrió los textos con los que estaba trabajando y lo desenrolló a la luz de la ventana.
En sus esquinas apoyó unos libros para que no se plegara y se dispuso a observarlo punto por punto. Allí pasó varios minutos, sentado, absorto en su descubrimiento y sin perder la concentración. De un segundo al otro, un detalle concreto acaparó toda su atención. A partir de ese momento, Eratóstenes no pudo pensar en otra cosa.
Según indicaba el pergamino que tenía frente a los ojos, en el territorio de Siena –actual Asuán, Egipto- existía un pozo en el que, en cierto día del año y a una hora específica, no se proyectaban sombras en su interior. Cada espacio del agujero estaba cubierto de luz y nada se interponía ante los rayos que lo iluminaban. Es decir, en ese preciso lapso, más exactamente al mediodía del 21 de junio, día del solsticio de verano, el Sol se encontraba de forma completamente vertical a la ciudad y ningún objeto perpendicular producía sombra sobre suelo sienés.

Eratóstenes leyó y releyó el pergamino. Pensó una y otra vez si lo que se le acababa de ocurrir podría ser factible y, tras dar infinidad de vueltas por la habitación, decidió que llevaría a cabo un experimento. Un simple ensayo que, de salir como imaginaba, podía cambiar mucho de lo que se sabía sobre el planeta Tierra hasta ese entonces.
Lo primero que hizo fue aguardar pacientemente. Para cuando el día esperado llegó, ya tenía todo listo para dar inicio a su proyecto. Sabía bien que en Alejandría -ciudad que se encontraba a kilómetros de Siena y casi en el mismo meridiano-, en el exacto momento en el que decía el texto, no se daba ese fenómeno particular. Para demostrar su hipótesis, clavó una simple varilla en el suelo y se limitó a observar. El planteo era simple: si ocurriese en Alejandría lo mismo que en Siena, no debería proyectarse sombra alguna sobre la tierra.

Cuando se cumplió la hora exacta, pudo verificar que sus conjeturas eran acertadas y comenzó a tomar nota. Sabiendo la altura de la estaca y calculando la longitud de la sombra, estableció la medida del ángulo. El número que registró fue 7,2° y ese sería el dato clave que necesitaba. Por lo pronto, acababa de verificar que lo que se daba en un punto específico del planeta no era equivalente a lo que ocurría a kilómetros de allí. Seguramente, con esa información ya le haya alcanzado para corroborar lo que días atrás había imaginado: dada la enorme distancia con el Sol y teniendo en cuenta que por este motivo los rayos llegan a la Tierra de forma paralela, esta no podía ser plana, sino que debía ser esférica.
Su próximo paso fue obtener la distancia entre las dos ciudades. Existen distintas versiones sobre cómo hizo para llegar a esta cifra: hay historiadores que sostienen que utilizó caravanas de comerciantes; otros, que fue realizado por agrimensores que se dedicaban a determinar distancias mediante pasos medidos. Lo importante es que obtuvo los datos que necesitaba. Ochocientos kilómetros separaban a Siena de Alejandría. De esa forma, pudo calcular la circunferencia aproximada de la Tierra.

Sabiendo los grados y los kilómetros que separan a una ciudad de otra, el resto era matemática simple: 7,2° es una cincuentava parte de 360º, por lo que la distancia entre ambos lugares debía ser también una cincuentava parte de la circunferencia de la Tierra. Tan sencillo como eso. Fue así entonces que, multiplicando 800 x 50, obtuvo el número buscado. Según estimó, era 40.000 km. Hoy sabemos, según las cifras modernas, que el error en su cálculo fue de menos del 1%.
Eratóstenes había comprendido desde el primer momento que, si las sombras se reflejaban de igual modo en lugares muy lejanos, esto podía significar que la Tierra era plana. Contrariamente, cuanto mayor era la diferencia entre las sombras, mayor era a su vez la curvatura del planeta. Como diría el científico Carl Sagan siglos después: «Eratóstenes no tenía más herramientas que palos, ojos, pies y cabeza… y un gran deseo de experimentar. Con estas herramientas dedujo correctamente la circunferencia de la Tierra con una enorme precisión y un porcentaje de error mínimo. Su cálculo fue bastante bueno, considerando que lo hizo hace 2200 años». Siglos después, a resguardo de toda lógica y con infinidad de información al alcance de la mano, todavía hay quienes descansan entre pensamientos mágicos y pseudociencias. Lejos, en la medida de lo posible, de toda evidencia empírica.