VEINTITRÉS AGUJEROS

  • El ajusticiaminto de José Ignacio Rucci |

Primero, una puerta de hierro. Detrás, un hombre armado y otro custodiando el ascensor. Una vez que se accedía al último piso, había que utilizar las escaleras para llegar a otra puerta que, a su vez, estaba protegida por tres guardias. Si alguien lograba superar todo eso, daría a un largo pasillo que terminaba en una oficina. Allí, en el último rincón de la CGT, encontrarían al sindicalista y hombre clave para Perón: José Ignacio Rucci. Todas esas escalas parecían imposibles de sortear para cualquiera que buscara quedar cara a cara con el secretario general sin que este le hubiera enviado una invitación. Por eso, durante ese julio de 1973, quienes hicieron inteligencia para llevar a cabo el operativo se vieron obligados a pensar muy bien los pasos que iban a dar.

Una mañana, una camioneta se detuvo a metros de la CGT. El conductor apagó el motor, bajó y se alejó caminando. Un hecho común y corriente a la vista de cualquiera. Mientras tanto, en la parte trasera, un hombre se escondía para tomar nota de autos y patentes. Pese a que este trabajo se repitió durante semanas, no hubo forma obtener información certera. Parecía imposible seguir los movimientos de Rucci. Todo indicaba que no había una rutina fija, ni de entrada ni de salida. Sin embargo, un dato cambiaría todo. En esos días, una revista publicaba el nombre de la escuela a la que iba su hija Claudia. Tras varios días observando la institución, notaron que una patente coincidía con otra que frecuentaba la CGT. Ahora, tenían una dirección marcada en el mapa: «Avellaneda 2953».

Un hombre vestido de saco y corbata observó la numeración. Fue hacia la casa de al lado, miró el cartel de venta y tocó el timbre. Segundos después, una señora abría la puerta y este se presentaba diciendo que estaba interesado en la propiedad. De ser posible, evitando a la inmobiliaria. Tras una rápida recorrida, aseguró que volvería pronto y, al poco tiempo, regresó solicitando los planos de la casa. Al verlo interesado, la dueña se los facilitó sin inconvenientes. No muchos días más tarde, el 23 septiembre, la fórmula Perón-Perón arrasaba las elecciones con un 61,85%. Perón había vuelto, aunque no de la forma en la que la gente de la resistencia había esperado durante años.

La noche del 24, tras aguardar a un custodio que inspeccionaba una camioneta estacionada frente a su propiedad, Rucci entró en su casa. Nada raro, dijo su guardaespaldas. Inmediatamente, de ese mismo vehículo, avisaban que ya estaba dentro. Por la mañana temprano, el timbre de al lado sonó y la dueña salió para recibir al comprador. Sin tiempo a reacción, fue atada a una silla y, en su cuello, colgaron un cartel que decía «no tiren, dueña de casa». Detrás, varias personas vestidas como pintores entraban cargando baldes y otros elementos. Acto seguido, pusieron una escalera en el fondo para poder escapar y aguardaron. Pasadas las 12 del mediodía, Rucci salía a la vereda y era atravesado por una ráfaga de balas. Serían 23 disparos precisos. A los pocos minutos, la noticia sacudía la casa de Gobierno.