Por Facundo Sinatra Soukoyan – Luciano Colla | Entrevista a Azul Aizenberg |
Un grupo de personas se encuentra haciendo guardia. Esperan noticias. Saben que, por sobre todas las cosas, deben ser pacientes. No es que tengan muchas esperanzas en que vaya a ser sencillo, ni mucho menos en que dé resultado, pero es la única opción que les queda. A kilómetros de distancia, en la cantera La Movediza, una comisión de trabajadores del sindicato se presenta ante los patrones. Llevan un pliego con una serie de demandas que fueron redactadas asamblea mediante y que piden que sean escuchadas para no verse obligados a llegar a una huelga. Sin embargo, ese 26 de octubre de 1908, al igual que tantas otras veces, se los echa sin siquiera dejarles presentar los papeles.
Para ese entonces, quienes se encuentran haciendo guardia se enteran de lo ocurrido y dejan inmediatamente sus puestos de trabajo. Acto seguido, la noticia corre de boca en boca y, desde un pequeño salón sindical ubicado entre dos canteras, alguien comienza a izar una bandera roja hasta hacerla flamear alta en el cielo. Es la señal esperada. Las familias que trabajan en los puestos cercanos avisan a sus pares de las canteras vecinas. En poco tiempo, no hay quien no esté al tanto. Es el comienzo de lo que se denominó la Huelga Grande de los picapedreros y picapedreras de Tandil.
Esta, pese a ser una gesta histórica dentro de las páginas de lucha que el pueblo forjó, se recuerda poco y nada. Los manuales la dejan de lado y la historia oficial la silenció de un plumazo. Luego, una cosa llevó a la otra y el tiempo comenzó a taparla de polvo. Algo similar ocurre en el arte, más precisamente, en el cine. Como plantea la cineasta Azul Aizenberg, muchas veces faltan «esas películas donde ganamos». Fragmentos imprescindibles de los pueblos, luchas que son ejemplos tan vivos como necesarios. Nuestros mejores capítulos.
Aizenberg es directora de Las Picapedreras, un cortometraje que nos acerca a esas mujeres que fueron partícipes necesarias de este hito. Una película sobre un hecho del que no se conserva imagen alguna. Apenas algunos testimonios sobrevivieron al tiempo: un libro y un film olvidado luego de la dictadura de 1976. A pesar de todos estos contratiempos, con las licencias que el arte permite, se las arregla para traer al presente la historia.
– ¿Cómo llegaste a la historia de los picapedreros y las picapedreras?
– Siempre digo que el punto de partida fue una pregunta más bien teórica que cruza el cine con una militancia de izquierda. Sería algo así como: «¿Qué pasa con las representaciones de la lucha de clases en el cine?». Más puntualmente en el de acá, pero entendiendo que el cine en general ha tendido a ser, por múltiples motivos, un arte bastante elitista, hecho para la clase media alta. Por lo tanto, cuando encontramos representaciones de la clase obrera, usualmente son tipificadas, caricaturizadas, o bien tienen alguna impronta victimista de entender a los obreros que lucharon por alguna causa como víctimas y nada más, no reivindicando sus luchas.
Empecé a investigar de manera absolutamente independiente y en mis tiempos. La pandemia me ayudó mucho a meterme un poco más a fondo. A priori, no tenía ninguna intención de hacer una película al respecto, pero en conversaciones con compañeros de la militancia y amigos, siempre nos preguntábamos algo que para mí era clave: «¿Dónde están las películas en donde ganamos?», siendo que son más nuestras derrotas que nuestras victorias. Entonces, a partir de esa pregunta, y de charlas que se daban en torno al tema, un compañero me dice: «¿Nadie hizo nada sobre los picapedreros?». Y me pasa el libro de Hugo Nario que, hasta donde yo sé, es el único libro enteramente dedicado a eso.
Cuando lo leo, descubro los testimonios de las mujeres que, si bien trabajaban lavando, cocinando, limpiando y criando, tuvieron un rol muy protagónico en la huelga. Entonces, eso me empieza a entusiasmar y comienzo a pensar cómo podemos representar algo de lo cual no tenemos imágenes. Obviamente, la salida más hegemónica tiende a ser una película de ficción, que tarda años en hacerse, que lleva mucho dinero y una forma de producción que a mí hoy por hoy no me interesa. Cuando estoy en esa búsqueda, aparece -o me encuentro- con una película de Alberto Gauna hecha por un grupo militante de los años 70 que no conocía nadie. Los que se conocen son más bien Raymundo Gleyzer, Pino Solanas, el Cine de la Base, y demás. Y, de repente, me encuentro con que en YouTube está este mediometraje de los años 70 que se llama Cerro de leones, que es la ficcionalización de esta huelga. Ahí empiezo a tratar de contactar al director, y el resto ya se cuenta en el corto.
– Le das centralidad a la figura de Alberto Gauna y a la búsqueda que hacés con relación a tratar de encontrarlo o de generar alguna pista. ¿Cómo fue ese momento?
– Lo primero fue buscar su contacto a través de un montón de medios. Durante varios meses llegué a creer que podía estar muerto o que, simplemente, tal vez ni usaba tecnología. Cuando logré escribirle, fue mediante un mail de una página, pero nunca le llegó. En un momento, encuentro su WhatsApp y me da su mail real. Ahí le cuento que estuve estudiando esta historia, que entiendo que las mujeres tuvieron un protagonismo muy importante y me llama la atención que en su película no estén. No lo hice de modo acusatorio, sino como entendiendo el contexto en el cual lo hizo. Lo que me responde es que sí habían filmado una escena con las mujeres y que por la producción tan amateur que tenían -no tenían dinero, lo hacían empeñando una cámara, con un auto prestado, con una tía que le hacía los vestuarios-, quedaba mal. Habían hecho una escena de las mujeres deteniendo el tren que llegaba a las canteras con los carneros para suplantar a los laburantes que estaban de huelga, pero no eran suficientes mujeres. Es decir, mover un tren y toda una producción para la cual no les daba la espalda. Después, esa escena quedó descartada del montaje y fue prendida fuego por un comando militar que le allanó la casa en el 74. Cuando me responde eso, todo se me se me empieza a acomodar y entiendo que esa imagen que no tenemos, ni vamos a tener, era un poco el centro del asunto.
– Sin embargo, elegiste contarla igual…
– Para mí, en todas las películas que se hacen de manera mucho más artesanal -por no ponerle un rótulo-, hay un gran trabajo en torno a lo que no puede ser representado o a un acontecimiento del cual no hay imágenes. Estoy hablando del cine de no ficción, dentro del que hay un montón de variables (para no decir documental, porque por documental entendemos muchas veces algo más tipificado). Y pensar eso es super desafiante, es entender la imagen desde otro lugar. No tanto desde la identificación, sino desde el lugar de la producción y la transformación de sentidos, si se quiere. Es entender que nunca vamos a tener la imagen total. La imagen es muy mentirosa: a diferencia de la palabra, siempre te quiere presentar una idea total. Podemos verlo todo, podemos tener acceso a todo. Y el hecho de tratar de contar una historia de la cual no tenemos archivos más que algunos testimonios orales me parecía muy potente para pensar: «Bueno, ¿con qué imágenes sí se puede contar?». No representar, pero rodear ese acontecimiento. Y de lo que estaba muy segura era de que esa imagen de las mujeres deteniendo el tren con los carneros, directamente, no tenía que estar. Tenía que ser contada y no mostrada.
– En la película, las mujeres están tipificadas como amas de casa, pero, al mismo tiempo, como las grandes hacedoras de este hecho histórico. Comúnmente, se las suele mostrar como una cosa o la otra: o puro heroísmo o solamente tareas domésticas. ¿Por qué elegiste ponerlo en esta dualidad?
– Mi formación me implica entender el género y la clase de manera interseccional, por plantearlo un poco teóricamente. Para decirlo más en criollo, para mí no es posible entender la producción en el capitalismo si no se comprende que, gracias al trabajo doméstico y de crianza que hay en los hogares, se sostiene el resto. Ahora, por ejemplo, vengo de México, tengo familia allá, y me contaba un amigo que, en ciertos lugares de algunos pueblos, cuando preguntan cuántas personas viven en el lugar, los hombres contestan «1500 hombres». No cuentan a las mujeres. Si uno ve cómo funciona la vida en México, y sobre todo en ciertas regiones, se da cuenta que sin las doñas que se la pasan cocinando y cultivando y ocupándose de criar, no existe el pueblo. Se cae. Pongo ese ejemplo reciente, pero lo comprendo así.
– ¿Pudiste reconstruir algo de lo que fue de la vida de alguna de esas mujeres?
– Muy poco, porque en realidad quien sí estuvo y sigue estando mucho más cerca es Alberto Gauna. Si bien está exiliado, él es tandilense. En cambio, yo hice todo esto sin nunca haber ido a Tandil. Eso era un gran miedo, pero la larga conversación virtual que tuvimos me ayudó mucho. Alberto, en sus vueltas a la Argentina, ha entrevistado a familiares de esas mujeres y, por algún lado, está ese material. Son unos cortitos, una entrevista un poco más tradicional, donde hay algunos vestigios de esos testimonios.