INTELECTUALES APOLÍTICOS

  • Otto René Castillo |

Cuando los jóvenes rebeldes lo vieron llegar, más de uno no logró ocultar la sorpresa. Allí, en plena sierra de las Minas, en el noroeste de Guatemala, el poeta Otto René Castillo se presentaba para formar parte de la guerrilla. No habían podido convencerlo de que se quedara en la ciudad, no hubo forma. Contaba con el privilegio, pero lo rechazaba una y otra vez. Sostenía que ser escritor no era motivo para refugiarse en cómodos salones o esconderse detrás de escritorios esperando sueldos. Creía firmemente que ser considerado intelectual no lo eximía de las responsabilidades sociales, sino todo lo contrario. Sabía que, más temprano que tarde, los intelectuales apolíticos “serán interrogados por el hombre sencillo». Ese día, la victoria estará un poco más cerca.

Castillo escribiría sobre los pueblos humillados y olvidados, esos que viven a los márgenes del sistema, quienes “nunca cupieron en los libros y versos de los intelectuales apolíticos». Esas personas invisibles que “llegaban todos los días a dejarles la leche y el pan, los huevos y las tortillas» a quienes presumían de analizar y reflexionar sobre la sociedad amparados en las comodidades de sus pedestales. Esa gente a la que nunca quisieron ver, hombres y mujeres que les cosían sus ropas, “les manejaban los carros, les cuidaban sus perros y jardines, y trabajaban para ellos». El pueblo mismo del que, cuando necesitaban, se llenaban la boca hablando.

Una tarde de marzo de 1967, tras un duro combate contra el ejército, Castillo caía herido y era secuestrado por las fuerzas del Estado. Tras su captura, sería reconocido y llevado a una base militar donde sería torturado durante 5 días para, finalmente, ser fusilado. Pero, como suele ocurrir en estos casos, para el capitán del Ejército guatemalteco, su imagen continuaba siendo una amenaza. Aun muerto, algo de su presencia parecía incomodarlo. Por eso, fieles al sadismo uniformado que no conoce de fronteras, decidieron quemar su cuerpo soñando así poder borrarlo un poco más.

Pese a todo, esos pensadores de estatus y plumas finas continuaron escribiendo y adaptándose. Sabiendo que, como les había advertido Castillo, la gente nunca los interrogaría sobre “sus trajes, ni sobre sus largas siestas después de la merienda”. Tampoco sobre sus estériles combates con la nada, “ni sobre su ontológica manera de llegar a las monedas». Contrariamente, el pueblo se interesará en saber cuál fue su función mientras la patria se apagaba lentamente. Años atrás, Castillo había preguntado a esos intelectuales qué hicieron “cuando los pobres sufrían, y se quemaba en ellos, gravemente, la ternura y la vida». A esa pregunta, afirmó, seguramente no podrán responder nada: “Os devorará un buitre de silencio las entrañas. Os roerá el alma vuestra propia miseria. Y callareis, avergonzados de vosotros”.