SALÓ, EL INFIERNO SEGÚN PASOLINI

Por Luciano Colla |

Al poco tiempo de terminar la controvertida Saló o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini era brutalmente asesinado. Su última obra, un alegato que presagiaba el nuevo rumbo del mundo de posguerra, fue un grito de advertencia, un golpe a la pasiva comodidad… una película que no dejaría a ningún espectador indiferente.

Pretendo que mires a tu alrededor y te des cuenta de la tragedia.
¿Cuál es la tragedia? La tragedia es que ya no somos seres humanos,
somos extrañas locomotoras que chocan unas contra otras.

P. P. Pasolini

Comenzar a hablar sobre Saló… no es una tarea nada fácil. Mejor dicho, cualquier persona que se decida a escribir unas palabras sobre la última película de Pasolini se verá obligada a empezar con una alerta. Un aviso al lector sobre la historia en la que está a punto de entrar. Y, contradictorio o no, se hace menester escribir un prólogo, advirtiendo que esta no es una película simple ni, mucho menos, cómoda. Seamos claros: sin tener en cuenta esta observación, probablemente, no deberían verla. Pero ¿por qué?

Por un lado, la respuesta podría estar en el hecho de que esté basada en el controvertido libro del Marqués de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje, escrito en 1785 durante su estancia en prisión; por otro, porque intenta desnudar lo más oscuro de la perversión del poder sin filtros ni tapujos, sin cuidar la moral. Con una seriedad casi inusual en un tema de esta índole, Pasolini nos obliga a situarnos dentro de lo más siniestro del ser, un viaje a lo insoportable, o a lo que no queremos saber. Y -créanme- lo logra.

El director italiano se propone quitarle el velo a lo tolerable y enfrentarnos a lo más crudo y a sus consecuencias. Nos desnuda frente al sadismo, exponiéndonos a la luz del horror de algo que se esconde entre las calles de nuestra historia, pero que nadie ignora o desconoce.

Ahora, se preguntará el lector -y con razón-, por qué uno escribe sobre esta película. La respuesta está en su análisis, en el contexto de la época y lo que se estaba gestando, en tomarnos el tiempo para desglosar lo que pretendía evidenciar el director. Llamó a los espectadores a pensar una realidad: el lado oscuro de la burguesía, del sistema, del poder y de sus abusos.

Así que, antes de adentrarnos en el mundo de Pasolini, avisamos que (todavía) no invitamos a su visionado. Luego, cuando salgamos de Sodoma, quedará a criterio de cada uno. Adelante, y que nadie diga que no fue advertido.

UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO

La película transcurre en lo que fue la República de Saló, nombre con el que se conoció a la República Social Italiana y con el que se bautizó a un sector del norte de Italia durante los años de la ocupación nazi. Este territorio -que supo ser el refugio de Benito Mussolini entre septiembre de 1943 y enero de 1944- de breve pero intensa existencia, funcionó como un «régimen títere» y enclave fascista utilizado para desarrollar sus intereses y necesidades.

Fue el propio director quien sufrió en carne propia a lo largo de su juventud el peso del Estado opresor de Saló, y muchas de las barbaries vivenciadas sirvieron como inspiración para varias de las escenas que se desarrollan. Porque, más allá de la crueldad y de lo explícito de algunas de las imágenes, poco de lo que vemos aquí es solamente ficción.

Reflejo de una época oscura, Saló… nos traslada a los años 1944-1945 durante los últimos tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Un retrato de la impunidad de las castas altas de la política, la violencia manejada a placer y un atisbo sobre lo que podría presagiar el futuro social y político tras la guerra. El nuevo capitalismo, sus supuestas libertades, el consumismo desmedido… el sueño de un futuro distinto que no era más que una optimización de las viejas formas fascistas adaptadas a las nuevas eras.

Uno de los personajes recita:
«La preparación de nuestro plan ha tenido su coronación. Todo está listo, podemos partir. A la sombra de las niñas en flor, ellas no creerán el dolor, escuchan la radio, beben el té sin ninguna libertad. No saben que la burguesía nunca vaciló en matar a sus hijos».

Dividida en cuatro segmentos («Anteinfierno», «Círculo de las manías», «Círculo de la mierda» y «Círculo de la sangre»), con tintes similares a los del «Infierno» de La Divina Comedia, de Dante Alighieri, el sadismo irá tomando cada vez más preponderancia y, con él, lo intolerable.

Las riendas de la historia las llevan cuatro hombres de la alta burguesía: el presidente, el duque, el obispo y el magistrado, quienes, luego de pactar las normas con las que se desempeñará el «juego», deciden casar a sus hijas en una especie de ritual libertino. Porque, en la alta burguesía, al igual que en las mafias, todo queda en la familia.

Luego llegará el turno de apropiarse de dieciocho jóvenes (nueve chicas y nueve chicos), entre quienes habrá varios prisioneros del ejército nazi que serán sometidos a los más abyectos abusos que digita el poder. Serán los que no tienen voz, los cautivos del sistema, esos títeres que, si quieren sobrevivir, deberán adaptarse al medio. O, lo que es igual, a las normas del poder.

Acompañados por cuatro exprostitutas, se dirigirán, entonces, hacia un gran palacio cerca de Marzabotto y, entre cuentos e historias que buscan estimular las perversas mentes (y cuerpos) de los cuatro organizadores, nos iremos introduciendo en el mundo de la explotación sexual y sádica en el que cualquier «error» será pagado con la vida.

CUERPOS, DOMINACIÓN Y CONTROL: DE GRAMSCI A LA SOCIEDAD MODERNA

Marxista y ferviente admirador del pensamiento del teórico italiano Antonio Gramsci, Pasolini veía que este nuevo sistema de posguerra, maquillado de una moderna libertad y con promesas de orden y progreso, no era más que el viejo régimen fascista presentado en un envase distinto. La apariencia de un nuevo modelo social escondía las intenciones de controlar a los sujetos, ya no tanto «por las malas» (siempre y cuando no sea necesario), sino mediante la domesticación del cuerpo, los deseos y las mentes. Era el mismo ciudadano el que, de ser posible, debía elegir su condición.

Así, en la nueva sociedad alienada que se gestaba tras los golpes de la guerra, las formas de los viejos dictadores eran cambiadas ante las nuevas necesidades. El director italiano creía que ya no eran precisos los gritos y la firmeza exacerbada de Hitler o de Mussolini ante una sociedad abatida; ese trabajo parecía hecho y el nuevo libre mercado solicitaba una imagen distinta del opresor. Entendía, entonces, al poder como «un sistema de educación que nos divide en sojuzgados y sojuzgadores» y, como en toda omnipotencia, con «algo de inhumano».

Dirá mientras se llevaba a cabo el rodaje de la película: «De hecho, en su código y en su praxis, no se hace otra cosa que sancionar y volver actualizable la violencia más primordial y ciega de los fuertes contra los débiles, es decir, digámoslo de nuevo, de los explotadores contra los explotados». Y es que, al fin y al cabo, «los poderosos de Sade no hacen otra cosa que escribir reglamentos y aplicarlos».

Uno de los personajes indica luego de pautar las normas del juego:
«Todo es bueno cuando es excesivo».

Pasolini en el set de filmación de Saló…

Entre líneas, todas estas ideas se irán plasmando a lo largo del metraje. Pasolini nos presenta hombres formales y conformes a las convenciones asignadas por la alta sociedad, sodomizando a sus esclavos entre perversiones y sadismo. El juego de la sumisión, del consumismo, de aceptar la basura diaria como algo cotidiano. Nos exige, como espectadores, presenciar cómo los esclavos ingieren excrementos, estimulados por los burgueses a creer que son manjares; el acostumbramiento a la dominación y a la esclavitud en ese círculo diario de la supervivencia.

Y, en medio de lo arbitrario y lo perverso, el circo de la doble moral de quienes manejan el poder: los que asignan los valores y simulan decencia para exigir al pueblo estándares de conducta, los que se muestran como ejemplos a los que aspirar, como gobernantes de confianza y honestos, sumidos en la más baja corrupción y libertinaje.

Los mismos que, en actos de tiranía y despotismo, someten y explotan a sus esclavos, castigan duramente a quienes tienen un romance lésbico, a quien esconde una vieja fotografía o hasta condenan a muerte a un colaborador por tener un romance con una sirvienta negra. Llegará, entonces, la reprimenda para quienes no se adapten a las normas y leyes de los poderosos: torturas, violaciones, quemaduras y un sinfín de atrocidades que los mandamases se turnarán para observar con binoculares, inmersos en un morboso placer, desde las ventanas de un cuarto en las alturas.

Por último, Pasolini nos ofrecerá la frutilla de una torta que representa el resultado de una sociedad ya perturbada, indiferente, desensibilizada. En un acto explícito y manifiesto de adaptación al medio, dos jóvenes que acaban de colaborar con la barbarie, los sobrevivientes que podrán continuar viviendo porque han comprendido el mensaje, aburridos y ya naturalizados con el entorno, se disponen a bailar un vals. El cuadro de una nueva sociedad que estaba germinando.

Pasolini y Hélène Surgère en el set de Saló…

EL INFIERNO DE PASOLINI

En la madrugada del 1º al 2º de noviembre de 1975, al poco tiempo de haber terminado la película y en el año de su estreno, Pier Paolo Pasolini era brutalmente asesinado en la playa de Ostia, a las afueras de Roma, en condiciones en las que la Justicia aún no ha esclarecido del todo. Horas antes de su muerte, el director había dado una entrevista que él mismo tituló como «Todos estamos en peligro», en la que advirtió sobre la «aparición de algún moralista» que rechazara «el placer de ser escandalizado» y de «peligros inmediatos». Consciente del impacto que causaría en la sociedad la exposición de valores que atentaban contra «lo que se puede decir, y lo que no», Pasolini parecía saber, en cierta forma, qué teclas estaba tocando.

Semanas antes del asesinato, se estrenaba en Italia Saló…, y buscaba ser un golpe sobre una realidad silenciada, sobre el peligro y la comodidad del conformismo, una metáfora punzante que rasgara el velo de la moral que cubre a la sociedad. La respuesta no fue distinta de la esperada y la película, que parecía llevar sobre sí misma el peso de la muerte y la violencia, se convirtió en realidad. Sería otro gran director italiano, Michelangelo Antonioni, quien dijera que Pasolini cayó «víctima de sus propios personajes». Pero hacía rato que había decidido echar sus cartas.

Introducción antes de entrar al palacio:
«Débiles criaturas encadenadas, destinadas a nuestro placer. Espero no traten de encontrar aquí la ridícula libertad concedida al mundo exterior. Están fuera del alcance de toda “legalidad”. Nadie en la Tierra sabe que ustedes están aquí. Por lo que respecta al mundo, ustedes ya están muertos».

La historia sobre cómo fueron los hechos en la noche de su asesinato ha ido cambiando a lo largo del tiempo. La versión que conocemos nos llega a través de su propio asesino, un joven de diecisiete años llamado Guiseppe «Pino» Pelosi, quien afirmó haber sido recogido por el director italiano la noche del 1º de noviembre y llevado a un lugar aislado a las afueras de Roma. Según sus primeras declaraciones, el adolescente se confesaba como autor material del crimen, argumentando que actuó en defensa propia luego de que Pasolini intentara tener relaciones sexuales con él.

Sin embargo, el escenario presentaba una realidad completamente distinta. El cuerpo hallado por la policía se encontraba entre un mar de sangre y completamente irreconocible: los peritos comprobaron que había sido golpeado repetidamente en los testículos y en la cabeza hasta provocar hemorragias internas y, luego de recibir torturas, fue aplastado en varias ocasiones con un auto. Las sospechas sobre la veracidad de las palabras del joven asesino no demoraron en surgir.

Tiempo después, las pruebas efectuadas dictaminaron que la versión de Pelosi no era posible, ya que la ferocidad con la que había sido atacado el cuerpo del director no era producto de la fuerza de una sola persona. Era evidente que había otro trasfondo en esta historia, que pasaba más por el hecho de silenciar a un ferviente crítico del sistema y de los valores morales que por un acto de defensa personal. Un crimen político, una sospecha que aún perdura y el claro mensaje para los que pretendieran alzar la voz contra el orden establecido.

El odio del que tanto hablaba se volvió contra él. Pelosi fue el único condenado por el asesinato y sus declaraciones fueron cambiando con el paso de los años. La verdad se la llevó a la tumba. Sería un viejo amigo del director, el reconocido escritor italiano Alberto Moravia, quien escribiría: «Pelosi fue el brazo que mató a Pasolini, pero los mandatarios del crimen son una legión y, en la práctica, la sociedad italiana entera». Una película como esta no estaba permitida en la sociedad. Y el precio era caro.

ENTRE LA LIBERTAD EN EL ARTE Y EL LÍMITE DE LO TOLERABLE

Hoy Saló… es un film que podríamos catalogar de «difícil». Ubicado lejos de los márgenes estipulados por el cine contemporáneo, y más lejos aún de esa moderna característica de buscar agradar al espectador, Pasolini estaba interesado en que sus obras escaparan de los límites trazados por el sistema. En la vereda opuesta a lo que se vive en la actualidad, aun cuando la impronta de la película aspirara a realizar una crítica social, su posición era clara: se negaba a hacer arte para entretener.

Pasolini durante la filmación de Saló…

Si sus películas no lograban molestar, remover dentro de las entrañas de lo establecido como lo «correcto o incorrecto», no servían para nada; así como veía que ocurría con la poesía, que gozaba de la facultad de esquivar las reglas de lo comercial, lo premasticado: aquel arte que «no se consume». Porque, a pesar de que «dicen que el sistema se lo come todo, que lo asimila todo», Pasolini entendía que esto no era cierto, que «hay cosas que el sistema no puede asimilar, no puede digerir. La poesía es inconsumible…». Y, con estas mismas pautas, se planteaba encarar sus obras: «Haré cine cada vez más difícil, más árido, más complicado, y quizá incluso más provocador para que sea lo menos consumible posible».

Su idea inicial de lograr llevar a cabo un nuevo cine nacional-popular, poco a poco, fue quedando entre el olvido y los matices de una realidad que apremiaba al mundo. El sueño se fue desvaneciendo al ver que el espectador promedio de cine moderno estaba más cerca de pertenecer a las clases acomodadas que al pueblo trabajador. Esa burguesía a la que él consideraba «una enfermedad», en aquel entonces, la percibía más viva que nunca, viéndose casi obligado a «renunciar a esa especie de odio» que sentía «porque en Italia todos se han convertido en burgueses».

Un burgués le dice a uno de sus pares:
«Si los hombres fueran iguales, la felicidad no podría existir. Así usted no podría ayudar ni al humilde ni al infeliz. En todo el mundo no hay nada que halague más a los sentidos que el privilegio social».

De este modo, para abordar el propósito de su obra, es necesario ubicarnos en el contexto de la época y adentrarnos en su visión del porvenir social. Se comprende que no hay un trasfondo meramente morboso en Saló… cuando nos expone a los actos denigratorios y de abusos, sino un intento de sacudir los moldes y de embestir contra los peligros que auguraban aquellos tiempos. Todo esto se podría traducir en sus propios dichos cuando expresa, en su última entrevista, que «escandalizar es un derecho».

Cree que la libertad sexual ha sido apropiada por el sistema, que «no ha sido deseada ni conquistada desde abajo, sino que ha sido más bien concedida desde arriba, a través de una falsa concesión del poder consumista». Es ahí cuando decide dar el golpe más fuerte e inspirarse en el Marqués de Sade para su nueva película: como director de renombre mundial, sería la única forma de escapar a las garras del consumo y del mercado imperante, buscando atravesar los límites de lo «aceptable», imprecando contra las normas forzadas. Obligándonos a ver, pero asegurándose, principalmente, que su mensaje no pueda ser «vendido».

A LAS PUERTAS DE SODOMA

El día del asesinato, la prensa se rasgó las vestiduras y corrió a buscar a las figuras del cine con las que el director había trabajado. Fue ante la fingida sorpresa de los periodistas que preguntaban el porqué de tan brutal asesinato que Ninetto Davoli, uno de los actores que alcanzó la fama por sus numerosos papeles en las películas del fallecido director, declaró con simpleza: «¿Por qué asombrarse?, en Roma se mata». Y sí, «todos estamos en peligro», había declarado horas antes Pasolini.

Saló… fue prohibida en una gran cantidad de países y fue duramente criticada por sus escenas de violencia y torturas. La idea de no dejar indiferente a nadie, de usar el arte como un martillo a la comodidad social, dio sus resultados. Quiso dejar en claro que la apariencia de libertad que el nuevo sistema nos vende no es nada más que lo opuesto, un maquillaje que oculta un trasfondo de esclavitud y opresión. A su vez, también creía que estaban perdidas las esperanzas de tener «una sociedad donde los hombres sean libres» y que el mismo concepto que nos llevaba a esa ilusión era «un invento de los políticos para mantener al electorado feliz». Podríamos decir, entonces, que más que una alegoría al fascismo, lo que nos presenta es una evocación del futuro del nuevo «mundo libre».

De esto se trata entrar en Saló… Un lugar donde Pasolini mueve los hilos y nos lleva a comprometernos con lo que pasa mientras una cámara acompaña los hechos con una inmutable indiferencia que transforma el horror en algo palpable, como si no cupiese dentro de la mera ficción y se estrellase contra nosotros. Como si fuésemos sus esclavos, forzados a aceptar que, queramos o no, lo que vemos forma parte de la realidad.

Por eso, en el prólogo, se invitaba a no ver la película sin antes saber a qué se iba a enfrentar el espectador. Una vez dicho el resto, las puertas de Sodoma quedan abiertas.

*Artículo publicado en revista Livertá! edición enero-febrero 2019.